‒No, cariño, en ese armario no hay ningún monstruo ‒decía la madre al pequeño que, abrazada a ella lloraba desconsolado‒. He mirado muy bien y ahí no hay nada.
Sin soltar a su madre, el niño se atrevió a mirar al armario, ahora abierto de par en par y ya no parecía tan aterrador. Ahí dentro sólo estaba su ropa y algún juguete. Comenzó a sentirse más tranquilo.
‒De todos modos ‒continuó la madre‒. Si vas a dormir mejor, puedes venir a mi cama. ¿Quieres?
El niño, secándose las lágrimas, afirmó enérgicamente, moviendo su cabecita de arriba abajo.
La madre lo destapó, lo tomó en brazos, lo apretó contra sí y salió del dormitorio cerrando la puerta tras ella. A medida que avanzaba por el pasillo sus pasos iban cobrando velocidad.
Cuando llegó a su dormitorio siguió de largo hasta llegar el recibidor. Tomó las llaves que descansaban en un mueble junto a la puerta y salió sin mirar atrás.
Efectivamente, en el armario no había ningún monstruo... porque estaba bajo la cama.
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