A
Elpidio Estévanez no le gustaba su vida. No es que fuera una vida
realmente mala, ni que tuviera graves problemas, nada de eso. En
realidad su vida podía considerarse envidiable en todos los sentidos
pero a él, sencillmente, no le gustaba.
No
le gustaba su trabajo, no le gustaba su mujer, no le gustaban sus
hijos, no le gustaba su coche, ni su ciudad, ni sus amigos, ni la
ropa que usaba. No le gustaba su cara, ni sus pies, ni su cuerpo, ni
su ropa. No le gustaba su personalidad, no le gustaba su forma de
ser, no le gustaba que no le gustara nada de su vida.
Si
alguien le hubiera preguntado a Elpidio el por qué de tan curiosa
fobia, este no habría sabido qué responder porque ni él mismo lo
comprendía. Por supuesto, tampoco le gustaba no comprenderlo.
Cierto
día en que Elpidio Estévanez se levantó más autofóbico que de
costumbre decidió acabar con todo y empezar de cero; pero siendo el
Sr. Estévanez un ser de poco sentido común, en lugar de limitarse a
empacar sus cosas y largarse con viento fresco en plan Gauguin,
prefirió olvidarse de todo, perder la memoria, sufrir una especie de
amnesia voluntaria, en definitiva, comenzar un proceso de alzheimer
volitivo.
Así,
esa misma mañana, decidió olvidarse de su esposa, luego de sus
hijos y, al llegar la tarde, se había olvidado de toda su familia.
Al día siguiente olvidó su trabajo, su coche y su casa. Continuó
Elpidio en este proceso del olvido hasta quedar como un papel en
blanco: sin nombre, sin identidad, sin personalidad siquiera.
Resulta
obvio que, antes que el proceso acabara, Elpidio ya no recordaba que
su olvido era producto de su voluntad. El olvido, una vez iniciado,
seguía adelante por sí solo.
Cuando
su cerebro quedó convertido en una tabla rasa en donde todo estaba
por reescribir, Elpidio -la carcasa que antes había sido Elpidio- se
sintió en paz consigo mismo y feliz como nunca.
Si
es que un ser apenas consciente puede sentir paz y felicidad,
claro...