jueves, 26 de noviembre de 2020

En corto

 

Antirrobo


Al llegar a casa, Alfredo saca su ojo derecho del pequeño y elegante estuche plateado en que lo guarda en compañía de su ojo izquierdo y lo aproxima a la cerradura que, con un suave clic, se abre dejando libre el paso hacia el hogar. Le había costado mucho tiempo y dinero encontrar a un cirujano dispuesto a extirpar sus ojos biológicos y cambiarlos por unos cibernéticos, pero tanto la espera como el desembolso habían merecido la pena a cambio de la paz que le proporcionaba saber que nadie se iba a molestar en asesinarlo para arrancarle los ojos y entrar en sus propiedades a robar.


Suicidio

Entró en la cabina de suicidio con paso resuelto. Había tomado la decisión seis meses atrás, pero antes de dar el paso definitivo había querido despedirse de todos y de todo con pausa, saboreando cada última cosa que hacía, disfrutando de todo lo que le había hecho disfrutar y sonriendo aliviado ante todo lo que dejaría de ser motivo de sufrimiento. 
Y allí estaba al fin, preparado para dar el salto definitivo que lo alejaría de aquel mundo que lo había llevado al más profundo hastío.
Se tumbó en la camilla y, desde las alturas, una voz preguntó:
—¿Está seguro de su decisión?
—-Sí.
—¿Es plenamente consciente de que el proceso es irreversible?
—Sí, sí, he sido informado de todo.
—Bien, en ese caso. Relájese, todo acabará en un instante. Una pequeña inyección, una mínima incisión y antes de que se dé cuenta le habremos extraído el chip que lo mantiene conectado permanentemente a internet.



miércoles, 18 de noviembre de 2020

El último hombre...

 

El día 30 de noviembre el podcast Historias para ser leídas celebrará un especial Cyber Monday, con algunos de mis escritos, por si os interesa os dejo enlace:

https://www.ivoox.com/podcast-historias-para-ser-leidas_sq_f1552842_1.html

Escuchar la voz de Olga y su interpretación de los relatos siempre vale la pena :)





El último hombre de la Tierra abrió la puerta y sacó tímidamente la cabeza. Susurró un: 

— Psss... ¿Hay alguien ahí?

Una vez seguro de que no había nadie, abrió la puerta de par en par y, con un suspiro de alivio, mostró al sol su pálida desnudez... Y ese fue justo el momento en que todo el mundo decidió volver del almuerzo.



El último hombre sobre la Tierra abrió la puerta de casa y, sin prisa pero sin pausa, fue sacando una cómoda hamaca, una mesita, una pequeña nevera, copas, varias botellas y unos cuantos aperitivos. Una vez todo preparado, se tumbó en la hamaca  con una copa en la mano, puso su música favorita en su inútil móvil y, con sonrisa beatífica, se dedicó a disfrutar del último amanecer del planeta.
Los demás hacía tiempo que se habían ido, pero él había decidido que era demasiado viejo para tan largo viaje.



El último hombre vivo de la Tierra descubrió cierto día que no era el último hombre de la Tierra y, sin dudarlo un instante, mató al penúltimo hombre vivo de la Tierra. Para una vez que era alguien especial no iba a consentir que otro le quitara el protagonismo.









El último hombre de la Tierra murió, viejo y solo, en la puerta de una gruta, contemplando al sol que se sumergía en el mar. 
Siglos después sus huesos fueron descubiertos por pura casualidad y llevados a un museo donde descansan en una vitrina con una etiqueta que reza: 
“Restos óseos de un Homo neandethalensis encontrados en Gibraltar”






miércoles, 11 de noviembre de 2020

La caza

 

Los niños susurran, murmuran, cuchichean, ríen bajito, canturrean... 
El hombre los mira, los vigila, los espía y ellos no parecen percatarse.
Los niños se dispersan, corren, saltan, ríen a carcajadas, se llaman a gritos...
El hombre los vigila, los sigue, los persigue, busca al más débil, intenta darle caza.
El niño se para, se aparta, jadea, llama a los otros que parecen ignorarlo.
El hombre se acerca, despacio, cual tigre al acecho, disimula, da rodeos en círculos cada vez más pequeños y, finalmente, lanza su zarpa, atrapa al pequeño y le cubre la boca con una mano enorme.
El niño se sobresalta, se agita, patalea, intenta morder, inútilmente, la mano que lo amordaza.

El niño lucha, el hombre aumenta su presa.
El niño gime, el hombre sonríe.
El niño, al parecer agotado, deja de luchar, el hombre sonríe sintiéndose vencedor.
El cuerpo del niño se sacude con algo que parece llanto. Al hombre eso le encanta y aparta la mano de la boca del niño convencido de que no gritará. Y, entonces, se da cuenta... El niño no llora.
El niño ríe, suave, bajito. 
El hombre lo mira extrañado.
El niño lo mira y su risa gana intensidad y volumen.
—Tonto —dice—. Más que tonto— y ríe, a estruendosas carcajadas y el hombre siente un escalofrío recorrer su espina dorsal. «Algo va mal», piensa, «algo va jodidamente mal».


Y justo en ese momento una piedra choca contra su sien, la sangre comienza a correr, el hombre mira alrededor, aturdido y sorprendido. Tras la primera piedra, llega una segunda y una tercera...
Los niños aparecen salidos de la nada y se abalanzan sobre el hombre.
Los niños gritan, golpean, patean, muerden, gritan, desgarran... El hombre cae bajo una lluvia de golpes, mordiscos, arañazos y grita, gruñe, pide clemencia, llora, sufre, sangra y muere.
Los niños susurran, murmuran, cuchichean, ríen bajito, canturrean y, lentamente, juntos e inseparables, se alejan del depredador muerto.



miércoles, 4 de noviembre de 2020

Siempre se ha hecho así

 

Cuando el dragón daba un paso, el suelo temblaba. Cuando saltaba, el temblor era tan atroz que el príncipe debía hacer un esfuerzo sobrehumano para no perder el equilibrio. Cuando agitaba sus alas, un pequeño huracán obligaba al joven guerrero a sujetarse a lo que pudiera para no salir volando. Cuando exhalaba su ardiente aliento, el muchacho lograba, a duras penas, no acabar asado cual pollo en domingo.
Cuando el príncipe lanzaba estocada tras estocada, el dragón sudaba fuego intentando esquivarlas. Cuando saltaba, fintaba y corría, la bestia sufría lo suyo para mover su gigantesco cuerpo a la velocidad suficiente. Cuando lograba escurrirse en alguna estrecha hendidura, el monstruoso lagarto sentía la frustración del comprador en rebajas que ve escapar la prenda anhelada.
La princesa, desde su torre, contempla la batalla.


Tras varias horas de correr, volar, esquivar, fintar, lanzar fuego, saltar, atacar, defender, agacharse, levantarse, golpear y recibir, el dragón y el príncipe se detienen. 
Se miran, sudoroso el hombre, jadeante el animal, exhaustos ambos.
El dragón, con la respiración agitada, la lengua fuera, las garras sobre sus rodillas, arquea una ceja y habla:
—Esta princesita debe de importante mucho, ¿no es así?
El príncipe, más espatarrado que sentado en el suelo frente a la bestia, lo mira de hito en hito, se rasca la cabeza y, frunciendo el entrecejo responde:
—Hummm... la verdad es que ni fu ni fa.
—¿Entonces por qué luchas contra mí?
—Bueno, es lo que se ha hecho siempre —responde el príncipe encogiéndose de hombros—. A ti sí que se te ve muy interesado...
El dragón, mueve sus alas con aire pensativo y responde:
—En realidad me da un poco igual.
—¿Entonces por qué luchas contra mí?— pregunta el príncipe, frunciendo aún más el ya fruncido ceño.
—No sé.—Responde el dragón con aire pensativo—, ¿porque siempre se ha hecho así?


Príncipe y dragón, quedaron en silencio.
Al cabo de un rato y como si se hubieran puesto de acuerdo, príncipe y dragón alzaron la vista hacia la princesa que, desde la torre, observaba, un tanto perpleja, la escena. Sí, pensaron, era una princesa. Sí, siguieron pensando, era bastante guapa. Sí, meditaron, luchar por la princesa es lo que siempre se había hecho, pero... Tras unos segundos más de meditación, el príncipe miró la espada que aún sujetaba y, lentamente se puso en pie y la guardó en su funda. El dragón no tenía espada que abandonar, así que se limitó a sacudir cuello y alas y alzarse sobre sus patas traseras.
—¿Te gusta el buen vino? —preguntó el príncipe al dragón.
—¿Y a quién no? —respondió el dragón al príncipe.
—Pues te invito a una copa.
—Que sea un barril.
—Hecho.
Y, sin más, se alejaron de la torre y de la princesa que, atónita, los veía marchar en amigable charla.
—¡Hey! —gritó— ¡No podéis dejarme así!
Pero dragón y príncipe estaban demasiado lejos para poder escucharla.
—En fin —suspiró la princesa apoyando la barbilla en su mano mientras ve caer la tarde—, menos mal que la llave sigue bajo el felpudo donde la guardé.





Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...