
Le bastaron tan sólo dos minutos para percatarse de que aquello que veía no era un monasterio sino un pequeño -minúsculo- poblado. Invirtió dos horas en averiguar que se había equivocado de montaña y que la que él buscaba era la de al lado.
Un día le bastó para rendirse y abandonar su búsqueda.

Decidió quedarse unos días.
Los días se transformaron en semanas.
Y las semanas, en meses.
Y los meses en años.
Y, cuando había pasado una década desde su llegada, un hermoso atardecer, mientras contemplaba el juego de los niños del poblado, se dio cuenta de que su odisea no había sido en balde y de que, si en algún lugar, se encontraba la sabiduría y la paz de espíritu era, justamente, donde se encontraba en ese momento.

El hombre más sabio y más viejo del mundo y, a su vez, el anciano más prominente de la aldea, y abad de su pequeño monasterio-aldea, esbozó una gran sonrisa mientras contemplaba, desde lejos, el momento de revelación de aquel acólito que desconocía que era un acólito. Sí, señor, no había mejor maestro que la propia vida y la propia experiencia.