
Fidelia lavaba, fregaba y cocinaba.
Fidelia pasaba la noche junto a la cama de sus hijos cuando alguno enfermaba.
Fidelia planchaba, cosía y limpiaba.
Fidelia preparaba el desayuno a su marido cada día y le tenía la cena lista cada noche.
Fidelia hacía la compra, iba a reuniones del colegio, tramitaba documentos, realizaba pagos.
Fidelia compraba regalos de cumpleaños, de Reyes y de otros días señalados sin olvidar ni uno solo.

Sin embargo, Fidelia no era besucona, ni le gustaba ir dando abrazos a todas horas.
Fidelia era parca en besos y en caricias y poco dada a los te quiero, los cielos, los cariño y cualquier otro tipo de palabras cariñosas.
Fidelia corría de casa al trabajo y del trabajo a casa, siempre pendiente de todo y de todos.
Fidelia cuidaba de todos con esmero y sin descanso. Sin quejas ni protestas. Sin esperar nada a cambio. Con gusto y con alegría.
Cierto, Fidelia no era mujer dada a gestos amorosos o afectuosos pero ningún miembro de su familia quedaba, nunca, desatendido.
Fidelia escuchaba, aconsejaba y acompañaba.

Fidelia siempre estaba.
Los vecinos -siempre hay vecinos que hablan- decían de Fidelia que era fría, que no sabía amar, que qué pena de marido y de hijos con una mujer tan arisca y poco amable.
Sin embargo, su marido era feliz junto a esa mujer callada y un tanto huraña porque sabía cuánto amor ponía en cada plato que preparaba, en cada cama que hacía, en cada prenda que planchaba. Y sus hijos adoraban a esa mujer adusta y seria porque sabían cuánto amor había en cada puntada dada a sus maltratadas ropas, en cada bocadillo que les preparaba, en cada rato que pasaba junto a ellos repasando los deberes.
Cierto, Fidelia era poco efusiva y escasamente afectuosa pero, al final de su largo y extenuante día, Fidelia había entregado mares de amor callado y generoso.