viernes, 26 de febrero de 2021

En la noche...

 

Intruso

Los codazos y empellones de mi mujer lograron atravesar la barrera del sueño antes de que sus palabras alcanzaran, por fin, mi consciencia y mis oídos.
—Cariño, despierta, creo que hay alguien en casa. ¿Me oyes? 
Intenté alejarme de sus empujones, aún luchando por no salir de la cálida inconsciencia.
Pero ella siguió sacudiendo mi hombro y hablándome en susurros:
—Oigo ruidos en el salón. Creo que alguien ha entrado en casa.
—Te oigo, te oigo, deja de sacudirme —dije al fin..
Aún medio dormido, me senté en la cama, bajé los pies al suelo y me puse las zapatillas. Tambaleante, despertando un poco más a cada paso, avancé hacia la puerta del dormitorio mientras mi mujer insistía en que había alguien en casa. 
Mi mujer... 
Me detuve en seco, la mano en el pomo de la puerta, el vello de la nuca erizado. 
El recuerdo cayó sobre mí como un cubo de agua helada. 
Mi mujer... había muerto hacía dos años. La había matado un intruso, un ladrón.
Mi mujer no podía haberme despertado, ni hablado.
Mi mujer no podía estar allí.
No sé el tiempo que permanecí inmóvil ante la puerta. No me atreví a girarme, no quería ver qué cosa me miraba desde la cama.
Un sudor helado resbalaba por mi frente.
Con un esfuerzo de voluntad forcé a mi mano a girar el pomo y a mis piernas a sacarme de la habitación.
Sin mirar atrás atravesé el piso hasta la salida.
¿Oía pisadas tras de mí?
¿Una respiración?
¿O era todo producto de mi imaginación?
Daba igual, no pensaba comprobarlo.
Tembloroso abrí la puerta.
Intentaba no correr, no sé por qué, pero me parecía muy importante no salir corriendo, que la cosa que me había despertado no supiera que estaba asustado. Así que, fingiendo una calma inexistente, salí de casa y cerré suavemente  tras de mí.
Continué hasta la escalera (no me sentí con valor para encerrarme en el ascensor), y bajé acelerando un poco, sólo un poco.
Llegué al portal y, por fin, aspiré con deleite el frío aire nocturno.
Luego continué andando sin rumbo, sólo pensando en alejarme de aquello que en casa aún esperaba que le dijera si había o no había un intruso.


Alivio

Dentro de la humilde vivienda, las mujeres, ya enlutadas, amortajan el cuerpo. Lo lavan con esmero, lo visten con amor y lo peinan con delicadeza de madres. El pesado silencio sólo es roto por los rezos y algún gemido incontrolado. El llanto es contenido y silencioso. Primero, el duro trabajo de adecentar el cuerpo, luego vendrá el momento de dejar salir el dolor a raudales. En el exterior aguardan los hombres. Mascullando algunos, rezando los más devotos, todos con aire severo y ceño fruncido. Cuando las mujeres finalicen, llegará su turno. Tomarán el féretro, lo llevarán al cementerio y, antes de bajarlo a su lugar de eterno reposo y sellar la tumba, clavarán una estaca en el corazón del cadáver y cortarán su cabeza. Después irán a emborracharse aliviados por verse libres de un nuevo vampiro.



sábado, 20 de febrero de 2021

Manos

 

Hacía calor, mucho calor, demasiado. Ramiro, a pesar de haberse acostado agotado y muerto de sueño, no podía dormir. Dos horas llevaba dando vueltas sobre las arrugadas y sudadas sábanas, girando la almohada para disfrutar de un momentáneo frescor.

Y, encima, el ruido, el pequeño y molesto ruidito, mitad rozar, mitad rascar, que llevaba atacando sus nervios desde hacía rato. Venía de debajo de la cama, podría agacharse, podría mirar e investigar, pero la doble pereza del calor y el cansancio lo aplastaba sobre la cama y decidió no moverse de ella. Y ahí seguía, dando vueltas, sudando y tratando de ignorar el ruidito de las narices.

Poco a poco, y a pesar del calor, la humedad y el roce bajo la cama, Ramiro cayó en un duermevela intranquilo, viajando, desorientado, entre el mundo onírico y la realidad. 

En uno de sus múltiples giros, su brazo izquierdo quedó colgando. Ramiro, ya vencido por el agotamiento, se balanceaba cada vez más profundamente hacia el sueño.

Y entonces una mano tomó la suya. 

Ramiro abrió los ojos de par en par. El calor que lo había estado agobiando hasta ese instante, desapareció de golpe, sustituido por un intenso frío que, desde su mano, recorrió todo su cuerpo como una corriente eléctrica. Una única gota de sudor frío bajó desde su sien y descendió, con calma, hasta lanzarse desde su nariz al colchón.

Ramiro se tensó, presto a luchar contra el tirón que, sin duda, debía llegar de un momento a otro, un tirón que lo llevaría hasta la oscuridad oculta bajo su cama y a las fauces de lo que fuera que le sujetaba.

Pero los segundos pasaban y aquella mano, esquelética, seca, con tacto de pergamino podrido, seguía sujetando la suya, con fuerza, pero sin hacer intención de tirar de él hacia ningún sitio.

Pensó, Ramiro, en intentar liberarse de ese frío apretón, pero el miedo a lo que pudiera ocurrir se lo impidió.

Pasaron los minutos y nada ocurría.

Poco a poco, los ojos de Ramiro fueron cerrándose, hasta que el sueño fue más fuerte que el miedo y, finalmente, cayó dormido.. Y aquella cosa siguió sujetando su mano hasta que los primeros rayos del sol se abrieron paso por la abierta ventana. Sólo entonces soltó la mano de Ramiro y se arrastró, nuevamente, bajo la cama.

Ramiro nunca estuvo seguro de si aquello había sido real o un mal sueño, pero, por si acaso, ese mismo día, decidió comprarse una cama japonesa para asegurarse de que nada se podía esconder bajo ella.



jueves, 11 de febrero de 2021

El fin de la Tierra (otros últimos ocho minutos)


 Es el último día de la Tierra. Al planeta le quedan unos cortos, ridículos y escasos ocho minutos. justo lo que tarden en llegar los últimos rayos de un sol ya colapsado. 

Nadie quiere estar solo. 

Cualquier lugar que cuente con una pantalla se ha convertido en punto de reunión. Los conocidos se buscan, los desconocidos se sientan juntos, los ricos beben codo con codo con los pobres, los poderosos sonríen a los débiles. El último día de la Tierra no es día para pensar en lo que separa, sino para recordar lo que une. Nadie se siente ajeno a nadie. La atmósfera está llena de nostalgia, melancolía, añoranza, profunda tristeza y extraña camaradería.

Apenas se charla. Poco o nada hay que decir. No es momento para las palabras. La hora de los discursos grandilocuentes ya ha pasado, todo lo que debía decirse ya ha sido dicho. 

Ha llegado el momento del silencio.

Los ojos no se desvían de las pantallas. Nadie quiere perder detalle del fin.

En los últimos instantes las manos se buscan, los brazos protectores envuelven cuerpos temblorosos, rostros asustados se esconden en cuellos amados, cientos de lágrimas arrasan trémulas mejillas, miles de respiraciones se detienen ante la inminencia del fin.

Y entonces, la Tierra termina su largo viaje al sol y muere abrasada por aquel que la había llenado de vida.

Por toda la galaxia, miles, millones de corazones humanos sienten que mueren un poco.

La cuna de la humanidad, el planeta madre al que todos veneran, ha muerto dejando huérfanos a sus millones de hijos esparcidos por todo el universo.



jueves, 4 de febrero de 2021

Ocho minutos

 

Relato publicado en la web Metal Obscura en su convocatoria de relatos apocalípticos "Ocho minutos".


Ocho minutos, ese es todo el tiempo que le queda al planeta. Ocho cortos, ridículos y escasos minutos. Lo acaba de decir el noticiario. Arnie mira la pantalla, boquiabierto. «No puede ser», piensa, «es absurdo». Corre a cotejarlo con otras fuentes y gasta un minuto del resto de su vida en confirmar que, efectivamente, el sol ha colapsado y que la humanidad está condenada. Podrían haber informado ayer, o hace una semana, pero han preferido hacerlo en el último momento, quizás para ahorrar a la humanidad horas de terror y angustia.

Siete minutos, ese es todo el tiempo que le queda al planeta y, por tanto, a Arnie, que pierde sesenta preciosos segundos en hiperventilar y otros sesenta más en controlar el pánico que empieza a arrollar su cordura..

Cinco minutos, ese es todo el tiempo que le queda a Arnie para disfrutar del planeta que le vio nacer. Dos de ellos se van en contactar con su familia y despedirse, entre suspiros y lágrimas, de sus padres.

Tres minutos, ese es todo el tiempo que resta para que todas las especies vivas de la tierra desaparezcan sin remisión. Arnie pierde un minuto observando por la ventana a sus conciudadanos correr, gritar y llorar histéricamente y se pregunta si él no debería estar haciendo lo mismo. Sin duda sería una forma entretenida de pasar el poco tiempo que le queda, pero Arnie nunca ha sido persona de montar esèctaculos dramáticos de ese calibre y no va a empezar ahora que le queda tan poca vida.

Dos minutos, ese es todo el tiempo que queda para llegar al fin de la historia. Arnie gasta sesenta de sus escasos segundos en preparar su cóctel favorito, coger una silla y sentarse en la terraza.

Un minuto, ese es todo el tiempo que queda antes de que Arnie muera y lo pasa contemplando la ciudad y el cielo, paladeando su cóctel, saboreando cada inhalación de aire y percibiendo cada pequeño movimiento de su cuerpo.

El último segundo llega, Arnie deja escapar una única lágrima y muere pensando que, al menos, no muere solo.



Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...