Nadie quiere estar solo.
Cualquier lugar que cuente con una pantalla se ha convertido en punto de reunión. Los conocidos se buscan, los desconocidos se sientan juntos, los ricos beben codo con codo con los pobres, los poderosos sonríen a los débiles. El último día de la Tierra no es día para pensar en lo que separa, sino para recordar lo que une. Nadie se siente ajeno a nadie. La atmósfera está llena de nostalgia, melancolía, añoranza, profunda tristeza y extraña camaradería.
Apenas se charla. Poco o nada hay que decir. No es momento para las palabras. La hora de los discursos grandilocuentes ya ha pasado, todo lo que debía decirse ya ha sido dicho.
Ha llegado el momento del silencio.
Los ojos no se desvían de las pantallas. Nadie quiere perder detalle del fin.
En los últimos instantes las manos se buscan, los brazos protectores envuelven cuerpos temblorosos, rostros asustados se esconden en cuellos amados, cientos de lágrimas arrasan trémulas mejillas, miles de respiraciones se detienen ante la inminencia del fin.
Y entonces, la Tierra termina su largo viaje al sol y muere abrasada por aquel que la había llenado de vida.
Por toda la galaxia, miles, millones de corazones humanos sienten que mueren un poco.
La cuna de la humanidad, el planeta madre al que todos veneran, ha muerto dejando huérfanos a sus millones de hijos esparcidos por todo el universo.
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