Hacía calor, mucho calor, demasiado. Ramiro, a pesar de haberse acostado agotado y muerto de sueño, no podía dormir. Dos horas llevaba dando vueltas sobre las arrugadas y sudadas sábanas, girando la almohada para disfrutar de un momentáneo frescor.
Y, encima, el ruido, el pequeño y molesto ruidito, mitad rozar, mitad rascar, que llevaba atacando sus nervios desde hacía rato. Venía de debajo de la cama, podría agacharse, podría mirar e investigar, pero la doble pereza del calor y el cansancio lo aplastaba sobre la cama y decidió no moverse de ella. Y ahí seguía, dando vueltas, sudando y tratando de ignorar el ruidito de las narices.
Poco a poco, y a pesar del calor, la humedad y el roce bajo la cama, Ramiro cayó en un duermevela intranquilo, viajando, desorientado, entre el mundo onírico y la realidad.
En uno de sus múltiples giros, su brazo izquierdo quedó colgando. Ramiro, ya vencido por el agotamiento, se balanceaba cada vez más profundamente hacia el sueño.
Y entonces una mano tomó la suya.
Ramiro abrió los ojos de par en par. El calor que lo había estado agobiando hasta ese instante, desapareció de golpe, sustituido por un intenso frío que, desde su mano, recorrió todo su cuerpo como una corriente eléctrica. Una única gota de sudor frío bajó desde su sien y descendió, con calma, hasta lanzarse desde su nariz al colchón.
Ramiro se tensó, presto a luchar contra el tirón que, sin duda, debía llegar de un momento a otro, un tirón que lo llevaría hasta la oscuridad oculta bajo su cama y a las fauces de lo que fuera que le sujetaba.
Pero los segundos pasaban y aquella mano, esquelética, seca, con tacto de pergamino podrido, seguía sujetando la suya, con fuerza, pero sin hacer intención de tirar de él hacia ningún sitio.
Pensó, Ramiro, en intentar liberarse de ese frío apretón, pero el miedo a lo que pudiera ocurrir se lo impidió.
Pasaron los minutos y nada ocurría.
Poco a poco, los ojos de Ramiro fueron cerrándose, hasta que el sueño fue más fuerte que el miedo y, finalmente, cayó dormido.. Y aquella cosa siguió sujetando su mano hasta que los primeros rayos del sol se abrieron paso por la abierta ventana. Sólo entonces soltó la mano de Ramiro y se arrastró, nuevamente, bajo la cama.
Ramiro nunca estuvo seguro de si aquello había sido real o un mal sueño, pero, por si acaso, ese mismo día, decidió comprarse una cama japonesa para asegurarse de que nada se podía esconder bajo ella.
Una especie de espectro que solo busca compañía.
ResponderEliminarMe gusta, es original.
Yo creo que los espectros se deben de sentir muy solos... Gracias :)
EliminarGenial Dolo, aunque no haya comentado sigo cada relato con el interés de siempre.
ResponderEliminarQué buena eres joer.
Muchas gracias por seguir ahí, Luz, me vas a sonrojar XD
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