
La curiosidad le hace carantoñas y cucamonas, le muestra su comida favorita y consigue que la siga.
El gato avanza una pata, se detiene, mira a su alrededor, la contempla fijamente. Ella sigue andando sin dejar de mostrarle lo que el animal desea. El gato va tomando confianza y, entre desdeñoso e interesado, avanza paso a paso.

La curiosidad rodea una esquina. El gato se demora, momentáneamente desconcertado, pero el olor le da ánimos para continuar su avance.
Llega a la esquina, se para un instante más y luego avanza con decisión.
La curiosidad le sonríe. Le enseña la comida. Lo llama.
Un destello plateado. Un rápido movimiento. Unos maullidos aterrorizados. El silencio...

Y así es cómo la curiosidad mató al gato. Otro día, si eso, contaremos cómo la satisfacción lo trajo de vuelta.