Dainzin
era considerado el monje más aventajado de toda la comunidad aunque,
por supuesto, a nadie se le habría ocurrido decirle semejante cosa:
eso sería alimentar la idea del yo, idea que todos en el monasterio
trataban de eliminar para poder llegar a la ansiada Iluminación.
Trabajaba
Dainzin más duramente que ningún otro en el cenobio, y en los
trabajos más humildes. El tiempo que no dedicaba a trabajar lo
pasaba sumido en la meditación y había llegado a tal
perfeccionamiento en este arte, que podía meditar en cualquier lugar
y bajo cualquier circunstancia.
Se
fue desprendiendo, poco a poco, de todo cuanto lo mantenía unido a
la ilusión del yo. Aprendió a mantenerse alejado de los falsos
deseos y necesidades que el mentiroso cuerpo reclamaba. Se educó en
el arte de mantenerse alejado de cualquier sentimiento o sensación
que pretendiera alejarlo del momento presente. Mantenía su mente
libre de recuerdos y pensamientos que lo alejaran de su estado de
concentración. Luchó contra su voluntad hasta que la tuvo
completamente dominada. Se liberó, finalmente, de la conciencia
generadora de insatisfacción y sufrimiento.
Capa
tras capa fue desprendiéndose de sí mismo hasta llegar a sentirse
uno con el todo y libre de todas sus ataduras.
Era
considerado el monje más aventajado de toda la comunidad y toda la
comunidad esperaba con fervor que, el día en que llegara a la
Iluminación, compartiera su sabiduría con todos.
Fue
un día lleno de tristeza, pues, aquel en el que, tras años de
espera, descubrieron que la liberación de Daizin fue tan completa y
absoluta que, cuando el pequeño Doje entró en su celda llevándole
su diaria taza de sopa aguada, lo único que halló fue su túnica
naranja, sus sandalias, un ligero olor a incieso y un lejano murmullo
que parecía decir:
-¡Manda
c...! ¡Yo quería liberarme, no desaparecer!
Aunque,
la verdad, tanto podía ser la voz de Daizin como el rumor de las
hojas en el jardín cercano.... ejem...