
Como Mateo no sabía a quién pertenecía y él era muy honrado, en lugar de quedársela sin más, decidió guardarla en el cajón de su escritorio y preguntar a sus compañeros si alguno había perdido recientemente la fe.
Pero ninguno de ellos parecía tener fe ni grande ni pequeña.
Luego pensó que, quizás, pertenecía a algún visitante del departamento ministerial en el que trabajaba y se decidió a poner cartelitos por ver si alguien la reclamaba. Pero nada, ni comunicándolo en su blog, ni poniendo anuncios en el periódico, ni nada de nada.
Esa fe, pequeñita y dorada, parecía no tener dueño. De modo que Mateo decidió adoptarla y probar, por vez primera en su vida, qué era eso de tener fe en algo.

El problema fue que Mateo, racionalista de toda la vida y, por tanto, poco acostumbrado a manejarse en el tema de las creencias, acabó creyendo en un extraño batiburrillo de ideas religiosas, pseudoreligiosas o paranormales. Así se vio, de repente, creyendo a la vez en la transmutación, la reencarnación y la resurrección; y no veía contradicción alguna en creer simultáneamente en la Santísima Trinidad, en Mahoma y en guardar el Sabbath. Sin ninguna dificultad comenzó a creer en el budismo, el espiritismo, el gnosticismo y cualquier otro “ismo” que se le pusiera por delante.
En su mente comenzaron a mezclarse, en feliz convivencia, dioses de todos los tamaños y colores; creencias grandes y pequeñas e ideas religiosas de todos los tipos. Mateo, sin ningún entrenamiento previo en lides de fe, creía en todo aquello que se le presentaba sin dar preferencia a unas ideas sobre otras.
Y, claro, pasó lo que tenía que pasar: que Mateo se volvió completamente loco. Tanto se llenó su mente de religiones, dogmas, preceptos y demás que acabó por perder su trabajo, su mujer, su vida y su razón… así hasta el día en que, afortunadamente, al arrodillarse en un precioso parque para rezar a cuarenta de sus más recientes dioses, la brillante, dorada y pequeña fe, se le cayó al suelo, rebotó varias veces, fue golpeada por numerosos pies, recibió una última patada de un niño de dos años y, rodando lentamente, fue a parar a un estanque próximo donde fue engullida por una carpa roja que pasaba por allí y que se sintió muy sorprendida al sentir un repentino interés por el más allá.
En el mismo instante en que perdió la dichosa fe, Mateo se sintió mucho más ligero y libre de lo que se había sentido en todo el tiempo transcurrido desde su fatídico hallazgo.
Mateo recuperó su razón, su vida y también su paz de espíritu.
Desde entonces, Mateo jamás ha vuelto a recoger nada del suelo.
Absolutamente nada… por si las moscas…
P.S.: Pido disculpas a todos aquellos por cuyos blog aún no he pasado. Aunque haya vuelto de mis vacaciones, en Las Palmas, el "husband" no volvió a trabajar hasta ayer mismo con lo cual no disponìa yo de mucho tiempo para dedicarlo a leer... pero prometo ir poniéndome al día poquito a poco... si no es que me linchan antes o algo :P