El museo submarino me fascinó desde el primer momento. En cuanto supe de su inauguración corrí a comprar una entrada. Sentía la necesidad de sumergirme y verlo con mis propios ojos.
Fue una experiencia maravillosa. Única.
Bucear entre aquellas figuras me llenaba de paz.
Eran como fantasmas tranquilos, como apacibles espectros, como viejos amigos largo tiempo olvidados.
Volvía casi a diario a visitarlos.
Acariciaba sus rostros pétreos, tocaba sus manos inmóviles, los rodeaba y danzaba con ellos, me sentaba a contemplar su serenidad estática.
Comencé a envidiarlos.
Todo allí era silencio y paz.
Y un día, por fin, me decidí.
Esperé a la noche y me sumergí hasta llegar a ellos.
Me acerqué al grupo que más amaba.
Me desprendí de las bombonas de oxígeno.
Me quité las aletas, el neopreno, las gafas...
Quedé desnudo y helado.
Me coloqué entre ellos, encajando mi cuerpo entre los suyos y atándome para que mi cuerpo no saliera a flote.
Me tumbé, cerré los ojos y esperé a que el agua llenara mis pulmones.
Desde entonces descanso aquí, con ellos, en la absoluta paz del mar.
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