Decidido todo, y no sabiendo cuánto tiempo debería estar, optó por prepararse un picnic y sentarse a esperar cerca de las vías, en una gran recta, por supuesto, para poder así ver la llegada de su transporte al más allá.
Justo estaba acabando cuando vio a lo lejos la larga línea del tren, de modo que recogió todo, se sacudió las últimas migas de la ropa, se acercó a la vía y se tumbó. Cerró los ojos e intentó, vanamente por supuesto, relajarse. El corazón le tamborileaba, tenía la respiración agitada y todo su cuerpo le gritaba que saliera de allí pitando, pero él no hizo caso y se aferró a las traviesas imponiendo la voluntad de su cerebro a la de su cuerpo.
El tren estaba cada vez más próximo y su corazón cada vez más acelerado.
Lo sintió llegar, atronando en sus oídos, su cuerpo intentó encogerse, pero él no lo permitió y, de pronto, el tren ya estaba allí y, en un suspiro, ya no estaba.
Epifanio se palpó, como si fuera necesario palparse para saber que estaba vivo y entero. Abrió los ojos, se sentó y miró perplejo al tren que se alejaba. Luego bajó la vista y, desconcertado y meditabundo, la clavó frente a él.
Sólo entonces se percató de que había dos vías y que él se había puesto en la equivocada.
Epifanio pensó en esperar al siguiente tren, pero, tras un rato de estar sentado, sintiendo el aire fresco de la tarde y mirando el cielo, unos arbolillos cercanos, los pájaros, se lo pensó mejor y decidió volver a casa.
«Quizás haya otra salida», pensó y se sorprendió a sí mismo silbando una alegre tonada.
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