El velatorio, definitivamente, se había salido de madre. La sala del tanatorio estaba atestada de gente, pocos por pena, la mayoría por aquello del compromiso social. Había empezado todo muy calmado, muy tranquilo, se hablaba en susurros, se daba el pésame en murmullos, se guardaba silencio a ratos y a ratos se hablaba, pero poco y bajito. La cosa fue cambiando a medida que llegaba más gente, el tono de voz se fue alzando sin prisa, pero sin pausa, la primera risa fue acallada por su mismo dueño con una mano en la boca para atrapar la carcajada y un «perdón» lleno de risueña compostura, pero pronto llegaron la segunda, la tercera, la cuarta... Y estas ya volaron libres y sin atadura alguna. Al cabo de no mucho, el murmullo arrullador dejó paso a una mareante algarabía y el velatorio pasó de acto luctuoso a festivo encuentro sin que nadie diera muestras de estar molesto por ello.
La familia lloraba a ratos y a ratos participaba de la bulla, más lo segundo que lo primero, no por falta de dolor, sino por exceso de vida.
Andaban todos tan ensimismados en sus conversaciones que nadie se fijó en cómo se abría, lentamente, la puerta de la salita donde descansaba el difunto a la espera de la despedida final. Ni nadie se percató de la pálida figura que, sin decir palabra, se quedó bajo el dintel contemplando a los bulliciosos y supuestos dolientes, con el pálido ceño fruncido y los lívidos brazos cruzados... hasta que la mismísima viuda lo descubrió y lanzó un potente grito que tuvo la virtud de hacer callar a todos y que, esos todos, se giraran, casi al unísono, hacia donde la aterrizada mujer señalaba.
Y entonces, el difunto, tras echar una torva mirada a toda la concurrencia, dijo con rasposa voz:
—Mucho les agradacería, señoras y señores míos, que tuvieran a bien guardar silencio —sí, el difunto era un poco redicho y clásico—, les recuerdo a ustedes que en esta habitación en la que me hallo, el difunto, o sea, yo, intenta comenzar su descanso eterno y con tanta vocería y tanta risa, me lo están poniendo ustedes bastante complicado. Pido disculpas si mi presencia ha causado algún percance y me retiro nuevamente a este mi penúltimo aposento, volviendo a rogarles, no ya silencio, sino, tan sólo que hablen más quedo.
Y, sin más, el extinto, se dio media vuelta, cerró la puerta y volvió a su postrer lecho.
A partir de ese momento no volvió a escucharse ni una tos.
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