El ataque fue brutal. Los zombis eran demasiados y nosotros demasiado pocos. Era un milagro que algunos hubiéramos logrado sobrevivir.
En la refriega me había alejado de mis compañeros, así que me encontraba tendido entre unos arbustos, dolorido y cansado, cuando ellos se reagrupaban para reiniciar el camino.
Me apoyé sobre un codo y abrí la boca para llamar su atención cuando una mano sucia, fría y casi esquelética me la tapó.
Un olor pestilente llenó mis fosas nasales y una voz ronca, gutural, como salida de las profundidades de la tierra, me habló al oído:
—No grites —siseó—. No te muevas. Has recibido un mordisco en la pierna. Si te ven te matarán.
Miré mi pierna. Faltaba un buen trozo y sangraba profusamente. Respiré profundamente para no desmayarme.
Miré a quien me había detenido y ahogué un grito.
Era un zombi, y de los más antiguos a juzgar por su aspecto.
—Shhh... —me dijo—. Ahora eres uno de los nuestros. Ahora tú eres el monstruo.
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