lunes, 27 de noviembre de 2023

El hotel

 


Era el hotel rural más decrépito y astroso que Avelino había visto en su vida, y había visto unos cuantos ya que su trabajo consistía, precisamente, en visitar hoteles, en concreto hoteles rurales. 

Por eso estaba allí, en aquella noche tormentosa y fría, para inspeccionar el hotel que se alzaba ante él y que, aún antes de entrar, ya había denegado todos los permisos habidos y por haber.

Avelino debería haber llegado hacía horas, pero se perdió en el camino y tuvo que dar miles de vueltas antes de conseguir orientarse correctamente. Así que entre eso y el frío, tenía un humor de perros y pensar en pasar la noche en aquel desastre con paredes no había hecho nada por mejorarlo.

Sacó del coche su pequeña maleta y se dirigió corriendo a la entrada del edificio tratando de proteger su monda cabeza con la chaqueta.

En recepción un hombre pálido y esquelético, aguardaba tras el mostrador:

—Buenas noches, señor, bienvenido al Hotel Muerte.

—¿Hotel Muerte? —se sorprendió Avelino— Vaya, el dueño debe de ser  un hacha del marketing —. Avelino esbozó una irónica sonrisa de medio lado — Aunque, dado el aspecto del lugar, el nombre resulta curiosamente adecuado.

—Bueno, señor, creo, humildemente, que es el único nombre posible para este lugar —Respondió el recepcionista—, dado que aquí vienen a parar aquellos que mueren en la comarca.

—Acabáramos, esto es una especie de broma por lo de la noche de Difuntos, ¿verdad? Pues yo no estoy para bromas. Mejor deme mi llave y dígame dónde está mi habitación.

—No sé de qué me habla, señor —comentó el cadavérico empleado—. Insulta usted mi profesionalidad si cree que bromeo con estas cosas. Mi trabajo es recibir y acomodar a nuestros huéspedes recién fallecidos y eso es lo que estoy haciendo ahora mismo.

—Deje ya el papel. Es evidente que es una broma porque, mire, fíjese, yo no estoy muerto —replicó Avelino.

—¿Se llama usted Avelino Gutiérrez Benito? —preguntó el recepcionista consultando un destartalado ordenador.

Avelino asintió.

—Pues está usted muerto y bien muerto. Según esto, murió en un accidente automovilístico a unos  diez kilómetros de aquí, hará un  par de horas.

Avelino, enfurecido, gritó:

—¡Eso es una estupidez! Míreme, estoy aquí, hablando con usted y mire, ¿ve? Ahí está mi coche —dijo acercándose al ventanal y señalando al exterior—. Ese rojo de ahí, ese es mi coche.

—Ahí no hay ningún automóvil, señor —dijo con paciencia el recepcionista—. De hecho, ahí no hay nada. Usted, simplemente, apareció en nuestra puerta, señor.

Avelino dirigió su mirada hacia la ventana y, efectivamente, donde debería haber un paisaje otoñal y lluvioso bañado por la luz de la luna y su automóvil recién estrenado, no había nada o, quizás fuera mejor decir que más allá del cristal se extendía la Nada.

—Creo... creo que me voy a marear —, murmuró Avelino.

—No puede marearse, señor: está usted muerto y los muertos  no se marean.

Avelino miró al hombre y, por fin, se percató de que no era que fuera extremadamente delgado, sino de que se trataba de un esqueleto... Vestido con una túnica negra  y que, tras él, apoyada en el casillero de las llaves había una afiladísima guadaña.

Avelino se frotó la cara con gesto cansado y aturdido.

—De  modo que estoy... estoy... muerto.

—Sí, señor, muerto del todo.

—¿Y ahora qué?

—Ahora, señor, tome usted su llave, suba a su dormitorio y descanse en paz hasta que le llegue el momento de pasar al otro lado.

—¿Y luego qué?

—Luego, señor, no tengo ni idea, eso ya es cosa suya. Que pase usted una buena noche.




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