Como cada noche, me siento en mi sillón favorito a ver mi programa de televisión favorito.
Al rato comienzo a oír un lento arrastrar de pies que se aproximan por el pasillo. Pasos lentos, pesados, renqueantes.
Se detiene en la puerta.
Me está mirando, puedo percibirlo, pero no pienso girarme. Quizás si la ignoro me deje tranquilo.
La muerte y el entierro han sido momentos muy duros, merezco paz... Y ella también.
Ah, ya se ha puesto otra vez en marcha.
Oigo el lento siseo de sus pies pero, sobre todo, la huelo, es imposible no reconocer ese olor.
Sigo mirando al televisor, rezando para que se vaya de nuevo.
Pero no se va.
Llega hasta mi sillón.
La noto tras de mí.
Quiero que me deje en paz.
Sólo quiero ver mi programa.
No quiero mirarla.
Su mano demacrada se apoya sobre mi hombro y acerca su boca a mi oído.
Tampoco quiero oírla.
Estoy a punto de decirle que se vaya, pero ella es más rápida.
‒Cariño ‒me dice en un ronco susurro‒, es hora de volver.
Intento seguir ignorándola.
‒Vamos, no seas cabezota ‒insiste‒. Este ya no es tu lugar, y lo sabes.
Finalmente la miro y ella, con esfuerzo, intenta esconder su repugnancia con una sonrisa. Intento hablar pero, claro, mi garganta ya no puede emitir sonidos.
Me levanto lentamente. Le he vuelto a dejar el sillón perdido de tierra, fluidos y bichos diversos.
Ahora soy yo quien arrastra los pies mientras ella me mira con algo que no sé muy bien si es tristeza, miedo o asco.
Salgo de casa y, despacio, muy despacio, regreso al cementerio.
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