jueves, 23 de diciembre de 2021

Santa

Santa Claus medio abrió un ojo el tiempo justo para sacar el brazo y detener el despertador rojo que trinaba el estribillo de Jingle Bells en modo bucle. Por muy 24 de diciembre que fuera no había ninguna prisa. Algún día recordaría quitar la dichosa alarma. Santa se giró en la cama e intentó seguir durmiendo, pero casi enseguida el despertador volvió a cantar la dichosa cancioncilla. 

Santa Claus volvió a pararlo y, al rato, el despertador volvió a sonar. Así estuvieron, el uno trinando y el otro parando, su buena media hora hasta que el señor Claus optó por rendirse y levantarse de la cama con arrastrar de pies, rascar de tripa y enormes bostezos.

Hacía tiempo que levantarse había perdido todo el sentido. Y trabajar esa noche tenía aún muchísimo menos. Concretamente perdió el sentido el día en que los últimos colonos abandonaron la Tierra huyendo a otros planetas. Lo podían haber llevado con ellos, como habían hecho con el Ratoncito Pérez o con el mismísimo Hombre del Saco, pero, claro, para los mayores, él era un mito en el que no creían y, para los pequeños sólo había un lugar en el que podía vivir: en el helado, blanco y vasto Polo Norte del planeta Tierra. Un Polo Norte muy sui géneris, pero Polo Norte al fin y al cabo. Y ahí estaba él, atado a un lugar y a unas costumbres absurdas, cada vez más ajado y transparente a medida que el tiempo y la distancia que le separaba de la humanidad iba en aumento.

Tarde o temprano acabarían por olvidarlo o sustituirlo y entonces él desaparecería, sin ruido, como un montón de nieve bajo la luz solar... y lo cierto es que lo iba a agradecer porque aquello, la verdad, no era vida.

Entretanto tenía que seguir cumpliendo con su obligación. Así que se coló dentro de su ahora demasiado holgado traje rojo. Se sacudió unas migas de galletas de su larga y descuidada barba. Ató sus nueve famélicos y tristes renos a su ajado trineo y se dispuso a dar vueltas alrededor del planeta repartiendo regalos en edificios en ruinas para niños que ya no existían.

En la fría noche de Navidad, Santa Claus lanzaba su risa solitaria y soñaba con desaparecer.



Preparativos navideños

 

Angustias prepara la Navidad. Sin prisas, a su ritmo, ese ritmo pausado, tembloroso e indeciso que dan los muchos años.

En cuanto llegó diciembre, Angustias comenzó a bajar al trastero y, poquito a poco, una cosa ahora, otra cosa más tarde, a ratitos sueltos, ha ido subiendo toda la decoración a su casa. El árbol es lo que más le ha costado, pero con algo de paciencia y mucho cuidado, ha logrado instalarlo en su sitio de siempre. Angustias recuerda haber soñado con tener un árbol enorme, como los de las películas americanas. Ahora se alegra de no haberlo conseguido. «Imagina tener que subir un armatoste así en ese mini ascensor», piensa,  «a mi edad y con lo bajita que soy, quién me viera. Un árbol con zapatillas...» Y se ríe por lo bajinis imaginando la escena.

Al fin, hoy, después de unos días y varias subidas y bajadas, ha terminado de subirlo todo y, tras prepararse un chocolate, se ha puesto manos a la obra.

Este año anda todo el mundo revuelto, otra vez, por culpa de ese bicho del demonio, que si celebran, que si no celebran, que si mascarillas, que si no mascarillas, que si más vacunas, que si se reúnen, que si no... Angustias, ya no presta atención. No va con ella. Se cansó de vivir angustiada y no quiere saber nada del tema. En cuanto en la tele o en la radio comienzan con lo del covid de las narices, ella cambia de canal y santas pascuas. Vive mucho más tranquila y, además, pase lo que pase, ella va a celebrar la Navidad como lleva haciéndolo desde hace años.

Pero lo primero es lo primero y lo primero es el árbol. Siempre empieza con él. A los niños, recuerda, les encantaba ayudarla mientras Eugenio leía porque, decía, él no tenía ni gusto ni ganas para esas cosas. Los niños y ella, ponían villancicos, cantaban a gritos y, al finalizar, se iban todos a merendar churros con chocolate.

Los recuerdos la hacen sonreír mientras comienza a instalar las luces, que es lo que hay que poner antes que nada, Con cuidado de no tropezar con el cable o acabar enredada en él, las va extendiendo, de arriba hacia abajo,  a lo ancho y a lo largo del abeto artificial. El árbol tiene muchos años, lo compraron cuando se mudaron a aquel piso y nunca se decidieron a cambiarlo, le falta alguna rama y hasta tiene alguna calva, pero lleva tanto tiempo con ella que no se siente capaz de deshacerse de él. 

Las luces antes parpadeaban, pero un día, como si se hubieran cansado, decidieron dejar de hacerlo. Angustias, en realidad, las prefiere así, porque tanto parpadeo acaba por resultar algo mareante.

Tras las luces, las viejas bolas y el raído espumillón. Angustias lleva décadas sin cambiar nada de su decoración navideña. ¿Por qué iba a hacerlo? Le gustan sus viejos adornos y su espumillón dorado, aunque ya no estén de moda y hayan perdido su brillo y su prestancia. Son como ella: viejos, caducos, anacronismos de otra época, ni mejor ni peor, sólo otra. 

A ella ya le valen así.

Acabado el árbol, se dedica al resto del salón: algunas guirnaldas, un centro de mesa al que le faltan velas, la corona de la puerta (algo deshojada), unas piñas desdentadas... Y, para rematar la agotadora y decorativa  tarde, un platito de golosinas navideñas con otro chocolate que consumirá sentada en su sillón, con una manta sobre sus cansadas piernas, rodeada de las fotografías de su difunto marido y sus hijos ausentes. Y de este modo, entre la nostalgia y la paz, irán transcurriendo, lánguidos y cálidos, los días navideños de Angustias mientras, allá afuera, el mundo gira para otros.



martes, 14 de diciembre de 2021

Navidad todos los días

 

Cada año la Navidad empezaba antes. Los ayuntamientos habían comenzado a competir por ser los primeros en iluminar las calles y las grandes superficies intentaban ganar más clientes adelantando el ornato y la venta de productos navideños. Así que, año tras año, la época navideña ganaba una semana más al calendario hasta que, finalmente, casi sin darnos cuenta, acabamos viviendo en una Navidad permanente. Los abetos, las estrellas, el espumillón, los polvorones, los turrones, los roscones, las luces cada vez más espectaculares y cada vez en más calles, los villancicos pasaron de ser cosas especiales y puntuales a formar parte de la vida cotidiana.

La gente estaba tan harta que comenzó a esperar los escasos días en que todo eso desaparecía con la misma ilusión que antes dedicaba a la Navidad... y entonces los centros comerciales descubrieron un nuevo filón.



martes, 7 de diciembre de 2021

Cena

 

El mantel de las grandes ocasiones resplandece de blancura extendido sobre la larga mesa. A la izquierda de los cubiertos, primorosas servilletas color melocotón. La mejor vajilla luce esta noche sus galas junto a la mejor cubertería, ambas, como mantel y servilletas sólo ven la luz en Navidad y en escasas, escasísimas ocasiones especiales. Un hermoso centro completa la decoración navideña. Toda la elegancia y el “lujo” que no pueden lucirse durante el año se extiende, con cuidado y primor, en la cena familiar. 

En un rincón, las luces encendidas, el árbol guiña sus luces, provocando alegres destellos en los adornos.

La familia con sus mejores galas ha reunido todas las sillas de la casa para poder juntarse, casi apiñarse, en torno a la mesa.

El silencio reina en la casa, en la calle y en toda la ciudad.

Las luces parpadean por toda la urbe.

La ciudad, aterida bajo el frío invernal, parece aguardar un estallido festivo que nunca llega.

En torno a la mesa, los comensales, algunos con las cabezas metidas en sus brillantes platos, otros echados hacia atrás con las bocas abiertas en muda carcajada, alguno hecho un ovillo a los pies de la silla.

En cada rincón del mundo se repite la misma escena, en hogares de ricos, de pobres, en las calles, en los hospitales, prisiones, cuarteles... En todas partes, ante mesas preparadas para la celebración, los muertos aguardan una cena que no podrán disfrutar.

El virus que ha ocasionado toda esa muerte de manera casi instantánea, no tardará en morir de éxito.

El primer animal salvaje posa su pata en el asfalto preparado, él sí, para celebrar su cena de Nochebuena.



viernes, 8 de octubre de 2021

Del derecho y del revés


Un punto al derecho. Un punto al revés.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Marisa lleva media vida tejiendo y las agujas se mueven a toda velocidad transformando la lana en tejido. 

Atravesar el punto, pasar el hilo, sacar el nuevo punto.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Así hasta finalizar la hilera y luego, vuelta a empezar.

El clic clic de las agujas y lo repetitivo del proceso siempre la han ayudado a relajarse y sabe Dios que ahora mismo necesita relajarse.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Marisa alza los ojos sin dejar de tejer, y mira a su marido que, sentado frente al televisor, contempla a unos tertulianos que gritan y gesticulan muy indignados por vete a saber qué. Esa gente siempre está muy indignada por algo, pero nunca por lo realmente importante, piensa Marisa. No sabe si el debate es sobre fútbol, cotilleos o política, son todos tan iguales que no es fácil distinguirlos a menos que les dediques algo de atención y ella, ahora mismo, tiene otras cosas a las que prestar atención.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Jaime, su marido, mira fijamente a la pantalla, el rostro inexpresivo iluminado por la enorme pantalla plana que se había empeñado en comprar, la más cara que encontró, a pesar de que era demasiado grande para el salón y demasiado cara para su economía. pero es que él, Jaime Sotomayor, no iba a ser menos que el memo de su hermano, que, por supuesto, sí que puede permitírselo.

Un punto al derecho. Un punto al revés.

Un punto al derecho. Un punto al revés.




Marisa se obliga a dejar de mirar a su marido e intenta concentrarse en su labor, en el sonido de las agujas, en el movimiento del hilo, en la secuencia de puntos. Un punto al derecho. Un punto al revés. Un punto al derecho. Un punto al revés. De vez en cuando Jaime se levanta de su butaca y comienza a dar vueltas por la casa. Silencioso, recorre todas las habitaciones abriendo cajones y armarios buscando y rebuscando. Al rato parece rendirse u olvidarse de la búsqueda y retorna a su butaca. Marisa, sin dejar de tejer, lo vigila. Callada, quieta, casi encogida en su asiento, intentando ser parte de la decoración, un mueble más, presente, pero ignorada. Un punto al derecho. Un punto al revés. Un punto al derecho. Un punto al revés. La tensión comienza a ser insoportable, se nota en las ojeras de Marisa, en el moño mal ajustado de Marisa, en los ojos asustados de Marisa, en las manos temblorosas de Marisa... Ya son muchas las noches que pasa así, sentada bajo su lámpara, tejiendo una bufanda infinita y vigilando a Jaime, cuya única ocupación es ver la tele y buscar, buscar y ver la tele. Y, de vez en cuando, acercarse donde ella está y quedarse allí, en pie, inmóvil, mientras Marisa, sin levantar los ojos, continúa tejiendo. Un punto al derecho. Un punto al revés. Un punto al derecho. Un punto al revés. Marisa comienza a sudar cuando ve que Jaime vuelve a levantarse. Toca otra ronda de infructuosa búsqueda. Las agujas resbalan entre sus dedos húmedos y lucha por no dejarlas caer. Jaime, entonces, se detiene ante ella una vez más. Quieto, mudo. Marisa siente su mirada como un peso, algo sólido que la aplasta y la ahoga. Respira, agitada, está perdiendo la concentración y la poca calma que aún le quedaba. Un punto al derecho. Un punto al revés. Un punto al derecho. Un punto al revés. Dos lágrimas de terror corren por sus mejillas, indistinguibles del sudor que empapa su cara. Jaime no se mueve, no habla, no hace otra cosa que estar ahí, parado frente a ella, esperando. Marisa intenta aguantar esa mirada, pero el cansancio y la tensión pueden con ella. Finalmente abandona la labor sobre su regazo y alza la vista hacia su marido. Se levanta, temblando, agujas y lana caen al suelo, se yergue todo lo que da de sí su metro sesenta y, casi susurrando, dice: —De acuerdo —dice—, tú ganas.


Jaime, como si hubiera escuchado unas palabras mágicas, se hace un lado, dejándola pasar.
Ella avanza despacio, las piernas le tiemblan tanto que teme caerse, pero con un poco de esfuerzo logra controlar los temblores lo bastante para poder seguir caminando, aunque sea con el andar indeciso de un borracho. Se dirige a la cocina donde coge una pequeña escalera de tres peldaños y, con ella a cuestas, se dirige a su dormitorio. Abre el armario, sube hasta el último peldaño y, poniéndose de puntillas, estira el brazo hasta el fondo del estante más alto. 
Cuando la mano vuelve a aparecer, trae en ella un bote de cristal.
Marisa baja y se acerca a su marido, que la ha seguido y aguarda  en la puerta.
Se para ante él, abre el bote y le ofrece su contenido: un par de ojos, los ojos de Jaime. Los ojos que ella, en un arrebato absurdamente sentimental, había guardado en formol tras matarlo y enterrar su cuerpo en el bosque cercano. Los ojos por los que Jaime abandona cada noche su tumba y vuelve a casa desde hace meses.
El muerto coloca los ojos en sus vacías cuencas y ahí quedan, mirando uno hacia arriba y otro hacia abajo, dándole un aspecto cómico que Marisa, por supuesto, no es capaz de ver. A continuación, gruñe, se gira y vuelve al salón, pero, en lugar de seguir hacia la puerta de salida, como ella creía y ansiaba, Jaime vuelve a su butaca y a la ruidosa nada televisiva.
Marisa lo mira, entre asombrada y aliviada, hasta ese instante había estado convencida de que, una vez recuperado sus ojos, él la mataría con esas mismas agujas que ella había usado para acabar con él. Pero nada de eso había ocurrido y ella, ahora, no sabía muy bien si sentirse aliviada o aterrada.
Tras un minuto de indecisión, Marisa se sacude el aturdimiento, se encoge de hombros, recoge su labor y vuelve, ella también, a su butaca y a su inacabada e inacabable labor.
La monotonía cotidiana retorna.
Un punto al derecho.Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés...




viernes, 11 de junio de 2021

Cumpleaños número 19

 

A estas altura de la historia, creo que ya he dicho todo lo que podía decir sobre mi ya-no-enana y mucho más. Ya he dicho hasta la saciedad lo orgullosos que estamos de ella y lo mucho que la queremos y ser algo original en esta felicitación cumpleañera  ya se va haciendo muy complicado. Pero aquí estoy, porque si no estoy, me amenazan con boicots terribles. Aquí estoy porque la tradición manda mucho y el cariño manda aún más. Así que, nada, listos para felicitar a mi ya-no-enana como llevo años haciendo: con su correspondiente post bloguero.
Este atípico y distópico año pandémico ha sido el primero de carrera para mi futura médica.. Ha estrenado su primera bata, ha recibido sus primeras clases, no ha visto su primer cadáver (este año no se permitió por lo del bicho), ha sufrido un pequeño bajón de moral por las primeras notas, un bache que, creo, ya ha superado y ahí sigue, en la lucha. 
También en plena pandemia ha hecho sus primeros viajes sola... es lo que tiene que el novio viva en otra isla.

Anda “sufriendo” ahora con su ortodoncia y su disyuntor y parece que se librará de la máscara facial... fiu... por los pelos. Tenía que haberse hecho antes, ya, ya, pero las cosas se hacen cuando se pueden y no cuando se quiere y, oye, más vale tarde que nunca.
Lo que más ha extrañado este año son los festivales y las actuaciones en directo y en julio, por fin, disfrutará de un par de conciertos en directo, justo antes de recibir su vacuna contra el jodío bicho y a pocos días de irse a disfrutar unos días de vacaciones..
Cumplió los 18 en plena pandemia, cumple 19 cuando la pandemia comienza a pasar a mejor vida. Lo celebraremos, como siempre, los tres solos y juntos.
Intentaremos, como siempre, que lo pase genial... y ya no se me ocurre nada más.
Un post cumpleañero el de este año, pero que sepas que te quiero mucho, bollito de nata.
Que tengas un muy FELIZ CUMPLEAÑOS.



sábado, 10 de abril de 2021

Microdivinidades

 

Purificación

La iglesia arde. Las mujeres observan el incendio desde lejos. A pesar de la distancia pueden oír los gritos de quienes intentan apagar el fuego. Hace rato que no oyen los otros, los de los sacerdotes que en ella se encontraban reunidos. Sus cuerpos, convertidos en cenizas, sobrevuelan la ciudad.
—El fuego purifica, nos repetían una y otra vez, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo, lo recuerdo. Ayer mismo me lo volvió a repetir el obispo.
—Deben de haberse sentido muy afortunados por tener esta oportunidad de purificación.
Las mujeres ríen a carcajadas libres y felices. 
Al fin, tras tantos años de sufrimiento, han logrado acabar con sus opresores y torturadores.



Liberación

El dios aullaba de dolor.
Su mano extendida buscaba al diminuto humano, una parte de él queriendo aplastarle, otra parte suplicando por su vida.
El hombre lo contemplaba, impasible, disfrutando de su sencilla venganza.
—¡Los dioses no existen! —, gritó.
Y el dios volvió a aullar.
—¡Los dioses no existen! —, insistía el humano.
El dios se retorcía de dolor, cada vez más débil, cada vez más cerca de la muerte.
—¡Los dioses no existen! —, continuó repitiendo el diminuto humano una y otra vez, hasta que, al fin, con un último suspiro, el dios murió.








lunes, 29 de marzo de 2021

El monstruo camina entre nosotros

 

Relato publicado en la revista Infernaliana, especial Demencia de la editorial Pandemonium.


El viejo, tembloroso, coge su viejo diario, pasa a una página en blanco y comienza a escribir:

El monstruo camina entre nosotros, pero sólo yo lo puedo ver. Sus arácnidas manos palpan rostros y toquetean cabezas buscando, ávido, una entrada a la mente que en ella habita. Él sabe que yo sé, más de una vez se han cruzado nuestras miradas: la mía, aterrorizada, la suya un profundo pozo de nada.

La primera vez que lo vi fue en la cola del super, junto a una pobre mujer que, con mano temblorosa, intentaba contar las monedas para pagar su escasa compra. El monstruo, con sus largos dedos, escamoteaba monedas y las hacía reaparecer, de tal manera que la anciana, cada vez más confusa, no acertaba a contar el dinero necesario. 

Me quedé aterrorizado ante la imagen de aquel ser enteco y retorcido como un sarmiento seco que, entre risillas, jugaba a confundir a la cada vez más nerviosa mujer. Una breve mirada a quienes me rodeaban me bastó para comprobar que nadie lo veía y preocuparme por mi salud mental. En ese momento el monstruo alzó la cabeza, olisqueó el aire, se giró hacia mí con una babeante sonrisa llena de curiosidad y me miró a los ojos. Entonces supe que no era una alucinación. Os aseguro que ninguna alucinación puede tener semejante mirada. Ninguna.


La cosa siseó más que dijo:
—Aún no es tu tiempo— y al hacerlo escupió su espesa baba sobre mi cara y mi pecho, donde dejó un reguero de ardiente frío. Luego se giró de nuevo y, lanzando un gruñido mitad risa mitad amenaza, fue corcoveando tras la anciana que, al fin, había conseguido pagar y empujaba lentamente su carrito hacia la puerta.
He vuelto a ver al monstruo varias veces tras este primer encuentro, siempre junto a algún anciano, distrayéndolo, enfadándolo, confundiéndolo, engordando con sus recuerdos, alimentándose de su memoria hasta dejarlo convertido en una carcasa vacía. 
Desde aquella primera vez, mi vida ha sido una continua y paranoica espera. 
Llevo años preguntándome cuándo será mi turno. 
Esperando, cada noche, escuchar el susurro de los pasos del monstruo en el pasillo, sus alargados dedos arañar la puerta de mi dormitorio, el peso de su enteco cuerpo caer sobre mi cama. 
Son muchos años de espera, de vivir con este terror, demasiados, tantos que casi deseo que llegue y me deje vacío de mí. 
Así, al menos, descansaría...

El viejo se detiene, algo entre un susurro y un roce le ha distraído. Alza la vista para averiguar de qué se trata y, durante un par de segundos, su corazón se detiene para, a continuación, lanzarse en una carrera tan alocada que pareciera querer huir del pecho.
Allí, junto a él, está el monstruo, su boca abierta en algo parecido a una sonrisa, sus sarmentosos dedos agitándose, su nariz, o lo que parece ser su nariz, temblando de placer. El viejo, aterrorizado, se queda inmóvil, como un animal deslumbrado. Balbucea unas palabras ininteligibles, grita incongruencias, se agita y finalmente se hunde, sin remedio, en los oscuros ojos del monstruo hasta ahogarse en el infinito vacío de su mirada y atravesar la fría nada durante una oscura eternidad. Cuando finalmente surge del otro lado, el viejo, tembloroso, coge su viejo diario, pasa a una página en blanco y comienza a escribir:
El monstruo camina entre nosotros, pero sólo yo lo puedo ver. Sus arácnidas manos palpan rostros y toquetean cabezas buscando, ávido, una entrada a la mente que en ella habita. Él sabe que yo sé, más de una vez se han cruzado nuestras miradas: la mía, aterrorizada, la suya un profundo pozo a la nada...





sábado, 20 de marzo de 2021

Vidas...

 

Sacó del armario un libro, reunió unos cojines, se sentó en el suelo, se cubrió de la cabeza a los pies con una manta y comenzó a leer. A los pocos minutos ya se encontraba totalmente ensimismado y viviendo la historia como si fuera la suya propia. En el salón sus padres llevaban rato inmersos en el habitual y ritual intercambio de improperios, gritos y golpes. La pelea estaba siendo de las peores que podía recordar... y recordaba muchas, demasiadas. Cuanto más duramente discutían sus padres, más empeño ponía él en abstraerse y más sentía que su hogar era aquel libro... Cuando su madre, varias horas más tarde, fue en su busca, tan sólo encontró una manta y, bajo ella, un montón de cojines y un libro que guardó cuidadosamente en el armario.





Era su último instante juntos. El final de todo. Ella lloraba a raudales, desconsolada y descontrolada, las lágrimas corrían a raudales por su cara y empapaban su blusa. Él la sujetaba e intentaba calmarla. La despedida estaba resultando demasiado dura para ambos. Él también lloraba, aunque de manera más sosegada y sólo acertaba a repetirle que todo iba a ir bien.
Pero ella no atendía a palabras y, entre sollozos e hipidos, no dejaba de repetir:
—Han sido tantos años juntos... No estoy preparada. No me siento capaz. No quiero. Ha sido nuestro primer coche. Lo voy a echar tanto de menos...







viernes, 12 de marzo de 2021

La noche sonámbula

 Estos dos textos los escribí ya hace unos añitos para el programa de radio "La noche sonámbula" (https://www.facebook.com/la.nochesonambula), a petición de mi amigo Álvaro "el Caifa".


Brujas sonámbulas

Brujas sonámbulas montadas en escobas,
viajan sin brújula en la noche oscura.
Sin mapas, sin planos, sin cosas que estorban, 
con los ojos cerrados, soñando con volar.

Brujas románticas, lunáticas y plásticas, 
que cantan a la noche y hablan por hablar.
Brujas noctámbulas, beodas y errabundas.
Brujas que deambulan, gesticulan y pululan.

Brujas funámbulas, rectángulas y octógonas.
Brujas ambulantes, circulantes y hasta andantes.
Brujas grandes, chicas, medianas, 
gordas, flacas y hasta alguna enana.

Brujas sonámbulas montadas en escobas
llenan con sus risas la noche oscura
ocultando la luna, allá sobre la una,
cantando al cielo hasta que salga el sol.

Brujas sonámbulas funámbulas del alba.
Brujas minúsculas, párvulas y esdrújulas.
Brujas de las ínsulas, con ínfulas mayúsculas
Brujas sin destino soñando con volar.


La noche sonámbula

La Noche sueña y en sueños ambula, deambula, vaga y callejea.
La Noche sueña y en sueños habla, charla, dialoga y debate. 
La Noche sueña y en sueños imagina, fantasea, idealiza y crea.
La Noche sueña y en sueños canta, entona, afina y canturrea. 
La Noche sonambulea entre dos soles y acoge en sus aterciopelados brazos, a románticos incurables, locos irrecuperables, idealistas insaciables, soñadores incorregibles, borrachos de sueños, adictos a la melancolía, poetas impíos, irreverentes herejes, insomnes dormidos y sonámbulos despiertos.
Todos la siguen, la persiguen, la consiguen y la viven.
Danzan con ella, aman con ella, viven con ella, sonambulean con ella.
La Noche sueña y en sueños ambula, deambula, vaga y callejea.
La Noche sueña y en sueños habla, charla, dialoga y debate. 
La Noche sueña y en sueños imagina, fantasea, idealiza y crea.
La Noche sueña y en sueños canta, entona, afina y canturrea. 
La Noche, sonámbula, sueña y sonambulea...






sábado, 6 de marzo de 2021

Del pasado al futuro

 

El pueblo

Durante décadas, casi tantas como las que ha vivido, ha trabajado para ellos. Ha sido partera, curandera, veterinaria... Ha visto nacer al pueblo entero, ha acompañado en el momento de la muerte a sus padres, y a los padres de sus padres. Ha curado sus heridas, los ha atendido en sus enfermedades, ha cuidado de sus hijos y de sus animales, les ha aconsejado y protegido. Y entonces llegó ese monje, ese dominico perro de Dios, olisqueando y buscando una presa... y me encontró. Nuestra diminuta iglesia se llenó y allí, apretujados, lo oyeron hablar, durante días, del diablo, de herejes, de brujas y, sin decir su nombre, la señaló ante todos. Ahora, casi a un paso de la muerte, el pueblo, su pueblo, le ha dado la espalda. La llaman bruja, la insultan y alguno, incluso, la apedrea cuando baja al pueblo. Su pequeña y solitaria casa, hacia la que ahora se dirige, cargada y renqueante, es su último refugio. Si tiene suerte, irán olvidando todo lo que el monje contó y la vida volverá a la normalidad. Si no, su vida acabará con la llegada del próximo inquisidor.



Amor robótico

En el año 5467 se decidió conceder a los robots el estatus de humanos. Este hecho no coincidió con la llegada de la inteligencia, que hacía siglos que poseían, ni tampoco con la aparición de la conciencia, cosa que había sucedido casi a la par. A pesar de la lucha por sus derechos, los jueces sólo aceptaron concederles la condición de seres humanos cuando apareció el primer robot capaz de enamorarse.



viernes, 26 de febrero de 2021

En la noche...

 

Intruso

Los codazos y empellones de mi mujer lograron atravesar la barrera del sueño antes de que sus palabras alcanzaran, por fin, mi consciencia y mis oídos.
—Cariño, despierta, creo que hay alguien en casa. ¿Me oyes? 
Intenté alejarme de sus empujones, aún luchando por no salir de la cálida inconsciencia.
Pero ella siguió sacudiendo mi hombro y hablándome en susurros:
—Oigo ruidos en el salón. Creo que alguien ha entrado en casa.
—Te oigo, te oigo, deja de sacudirme —dije al fin..
Aún medio dormido, me senté en la cama, bajé los pies al suelo y me puse las zapatillas. Tambaleante, despertando un poco más a cada paso, avancé hacia la puerta del dormitorio mientras mi mujer insistía en que había alguien en casa. 
Mi mujer... 
Me detuve en seco, la mano en el pomo de la puerta, el vello de la nuca erizado. 
El recuerdo cayó sobre mí como un cubo de agua helada. 
Mi mujer... había muerto hacía dos años. La había matado un intruso, un ladrón.
Mi mujer no podía haberme despertado, ni hablado.
Mi mujer no podía estar allí.
No sé el tiempo que permanecí inmóvil ante la puerta. No me atreví a girarme, no quería ver qué cosa me miraba desde la cama.
Un sudor helado resbalaba por mi frente.
Con un esfuerzo de voluntad forcé a mi mano a girar el pomo y a mis piernas a sacarme de la habitación.
Sin mirar atrás atravesé el piso hasta la salida.
¿Oía pisadas tras de mí?
¿Una respiración?
¿O era todo producto de mi imaginación?
Daba igual, no pensaba comprobarlo.
Tembloroso abrí la puerta.
Intentaba no correr, no sé por qué, pero me parecía muy importante no salir corriendo, que la cosa que me había despertado no supiera que estaba asustado. Así que, fingiendo una calma inexistente, salí de casa y cerré suavemente  tras de mí.
Continué hasta la escalera (no me sentí con valor para encerrarme en el ascensor), y bajé acelerando un poco, sólo un poco.
Llegué al portal y, por fin, aspiré con deleite el frío aire nocturno.
Luego continué andando sin rumbo, sólo pensando en alejarme de aquello que en casa aún esperaba que le dijera si había o no había un intruso.


Alivio

Dentro de la humilde vivienda, las mujeres, ya enlutadas, amortajan el cuerpo. Lo lavan con esmero, lo visten con amor y lo peinan con delicadeza de madres. El pesado silencio sólo es roto por los rezos y algún gemido incontrolado. El llanto es contenido y silencioso. Primero, el duro trabajo de adecentar el cuerpo, luego vendrá el momento de dejar salir el dolor a raudales. En el exterior aguardan los hombres. Mascullando algunos, rezando los más devotos, todos con aire severo y ceño fruncido. Cuando las mujeres finalicen, llegará su turno. Tomarán el féretro, lo llevarán al cementerio y, antes de bajarlo a su lugar de eterno reposo y sellar la tumba, clavarán una estaca en el corazón del cadáver y cortarán su cabeza. Después irán a emborracharse aliviados por verse libres de un nuevo vampiro.



sábado, 20 de febrero de 2021

Manos

 

Hacía calor, mucho calor, demasiado. Ramiro, a pesar de haberse acostado agotado y muerto de sueño, no podía dormir. Dos horas llevaba dando vueltas sobre las arrugadas y sudadas sábanas, girando la almohada para disfrutar de un momentáneo frescor.

Y, encima, el ruido, el pequeño y molesto ruidito, mitad rozar, mitad rascar, que llevaba atacando sus nervios desde hacía rato. Venía de debajo de la cama, podría agacharse, podría mirar e investigar, pero la doble pereza del calor y el cansancio lo aplastaba sobre la cama y decidió no moverse de ella. Y ahí seguía, dando vueltas, sudando y tratando de ignorar el ruidito de las narices.

Poco a poco, y a pesar del calor, la humedad y el roce bajo la cama, Ramiro cayó en un duermevela intranquilo, viajando, desorientado, entre el mundo onírico y la realidad. 

En uno de sus múltiples giros, su brazo izquierdo quedó colgando. Ramiro, ya vencido por el agotamiento, se balanceaba cada vez más profundamente hacia el sueño.

Y entonces una mano tomó la suya. 

Ramiro abrió los ojos de par en par. El calor que lo había estado agobiando hasta ese instante, desapareció de golpe, sustituido por un intenso frío que, desde su mano, recorrió todo su cuerpo como una corriente eléctrica. Una única gota de sudor frío bajó desde su sien y descendió, con calma, hasta lanzarse desde su nariz al colchón.

Ramiro se tensó, presto a luchar contra el tirón que, sin duda, debía llegar de un momento a otro, un tirón que lo llevaría hasta la oscuridad oculta bajo su cama y a las fauces de lo que fuera que le sujetaba.

Pero los segundos pasaban y aquella mano, esquelética, seca, con tacto de pergamino podrido, seguía sujetando la suya, con fuerza, pero sin hacer intención de tirar de él hacia ningún sitio.

Pensó, Ramiro, en intentar liberarse de ese frío apretón, pero el miedo a lo que pudiera ocurrir se lo impidió.

Pasaron los minutos y nada ocurría.

Poco a poco, los ojos de Ramiro fueron cerrándose, hasta que el sueño fue más fuerte que el miedo y, finalmente, cayó dormido.. Y aquella cosa siguió sujetando su mano hasta que los primeros rayos del sol se abrieron paso por la abierta ventana. Sólo entonces soltó la mano de Ramiro y se arrastró, nuevamente, bajo la cama.

Ramiro nunca estuvo seguro de si aquello había sido real o un mal sueño, pero, por si acaso, ese mismo día, decidió comprarse una cama japonesa para asegurarse de que nada se podía esconder bajo ella.



jueves, 11 de febrero de 2021

El fin de la Tierra (otros últimos ocho minutos)


 Es el último día de la Tierra. Al planeta le quedan unos cortos, ridículos y escasos ocho minutos. justo lo que tarden en llegar los últimos rayos de un sol ya colapsado. 

Nadie quiere estar solo. 

Cualquier lugar que cuente con una pantalla se ha convertido en punto de reunión. Los conocidos se buscan, los desconocidos se sientan juntos, los ricos beben codo con codo con los pobres, los poderosos sonríen a los débiles. El último día de la Tierra no es día para pensar en lo que separa, sino para recordar lo que une. Nadie se siente ajeno a nadie. La atmósfera está llena de nostalgia, melancolía, añoranza, profunda tristeza y extraña camaradería.

Apenas se charla. Poco o nada hay que decir. No es momento para las palabras. La hora de los discursos grandilocuentes ya ha pasado, todo lo que debía decirse ya ha sido dicho. 

Ha llegado el momento del silencio.

Los ojos no se desvían de las pantallas. Nadie quiere perder detalle del fin.

En los últimos instantes las manos se buscan, los brazos protectores envuelven cuerpos temblorosos, rostros asustados se esconden en cuellos amados, cientos de lágrimas arrasan trémulas mejillas, miles de respiraciones se detienen ante la inminencia del fin.

Y entonces, la Tierra termina su largo viaje al sol y muere abrasada por aquel que la había llenado de vida.

Por toda la galaxia, miles, millones de corazones humanos sienten que mueren un poco.

La cuna de la humanidad, el planeta madre al que todos veneran, ha muerto dejando huérfanos a sus millones de hijos esparcidos por todo el universo.



jueves, 4 de febrero de 2021

Ocho minutos

 

Relato publicado en la web Metal Obscura en su convocatoria de relatos apocalípticos "Ocho minutos".


Ocho minutos, ese es todo el tiempo que le queda al planeta. Ocho cortos, ridículos y escasos minutos. Lo acaba de decir el noticiario. Arnie mira la pantalla, boquiabierto. «No puede ser», piensa, «es absurdo». Corre a cotejarlo con otras fuentes y gasta un minuto del resto de su vida en confirmar que, efectivamente, el sol ha colapsado y que la humanidad está condenada. Podrían haber informado ayer, o hace una semana, pero han preferido hacerlo en el último momento, quizás para ahorrar a la humanidad horas de terror y angustia.

Siete minutos, ese es todo el tiempo que le queda al planeta y, por tanto, a Arnie, que pierde sesenta preciosos segundos en hiperventilar y otros sesenta más en controlar el pánico que empieza a arrollar su cordura..

Cinco minutos, ese es todo el tiempo que le queda a Arnie para disfrutar del planeta que le vio nacer. Dos de ellos se van en contactar con su familia y despedirse, entre suspiros y lágrimas, de sus padres.

Tres minutos, ese es todo el tiempo que resta para que todas las especies vivas de la tierra desaparezcan sin remisión. Arnie pierde un minuto observando por la ventana a sus conciudadanos correr, gritar y llorar histéricamente y se pregunta si él no debería estar haciendo lo mismo. Sin duda sería una forma entretenida de pasar el poco tiempo que le queda, pero Arnie nunca ha sido persona de montar esèctaculos dramáticos de ese calibre y no va a empezar ahora que le queda tan poca vida.

Dos minutos, ese es todo el tiempo que queda para llegar al fin de la historia. Arnie gasta sesenta de sus escasos segundos en preparar su cóctel favorito, coger una silla y sentarse en la terraza.

Un minuto, ese es todo el tiempo que queda antes de que Arnie muera y lo pasa contemplando la ciudad y el cielo, paladeando su cóctel, saboreando cada inhalación de aire y percibiendo cada pequeño movimiento de su cuerpo.

El último segundo llega, Arnie deja escapar una única lágrima y muere pensando que, al menos, no muere solo.



sábado, 23 de enero de 2021

Compost

 

Era un perfecto y pacífico día de primavera. Los diminutos robots hortelanos se movían silenciosos y veloces entre las matas de verduras y legumbres que colgaban de las fachadas de todos los edificios de la ciudad. Silenciosos en apariencia, las pequeñas máquinas no dejaban de parlotear a nivel infrasónico en un idioma totalmente ininteligible para oídos biológicos.

Otros robots, de mayor tamaño, trabajaban en los árboles frutales que crecían en pequeños bosques entre los edificios.

Flotando sobre la ciudad, una enorme nave de aspecto alienígena es esmeradamente ignorada por las máquinas. En su interior los exploradores informan al jefe de la expedición sobre el  planeta.

—No hemos encontrado más vida inteligente que las máquinas, señor.

—Y, sin embargo hay construcciones, maquinaria, jardines, huertas... ¿Alguna idea de lo ocurrido?

—Según lo que han interpretado nuestros científicos, el planeta estuvo al borde de un colapso climático, pero es evidente que ha sido superado. Las máquinas, siguiendo sus programas, se han encargado de todo. El planeta se salvó del colapso, las ciudades están en pie, las IA siguen cuidando de todo, pero sus creadores han desaparecido de manera misteriosa...

Abajo, en la Tierra, los robots continúan con sus robóticas vidas, sus silenciosas conversaciones y su inacabable trabajo. 

Más abajo aún, otros robots, igual de incansables y diligentes, preparan el mejor abono para alimentar las plantas que crecen más arriba. Habían recibido la noticia de la visita alienígena y se preparaban para añadir a su compost material nuevo. Era una suerte que hubieran llegado justo cuando los restos humanos se estaban acabando.


viernes, 15 de enero de 2021

Microfuturos

 

Los visitantes

El aire vibraba de festiva excitación y la curiosidad corría alborozada entre la gente reunida cerca del lugar en que la nave estaba a punto de descender. Tras siglos de esperar la visita de los extraterrestres, tras siglos de historias sobre alienígenas, tras siglos de imaginarlos, cantarlos, contarlos, dibujarlos y soñarlos, al fin, llegaban, de verdad, a la Tierra. Alrededor del lugar de aterrizaje se había montado toda una feria, la gente deambulaba por ella comprando pequeños y absurdos recuerdos, comiendo, bebiendo y, en general, disfrutando del ambiente festivo de aquel día tan distinto a otros y tan parecido a muchos.
Al fin se anunció el descenso de la nave. Ojos llenos de curiosidad, bocas llenas de ohs y ahs, manos apretando botones en los dispositivos móviles para inmortalizar el momento. Las autoridades, estirando chaquetas y componiendo sus impersonales sonrisas, preparados para dar bienvenidas y estrechar manos alienígenas.
La gran nave, majestuosa, toma tierra. Durante varios minutos no ocurre nada. La gente murmura, impaciente. Se abre la compuerta, desciende una rampa. El público contiene la respiración y entonces  el primer extraterrestre comienza a descender acompañado por su equipaje robot. Mira alrededor entre pasmado y cohibido y alza una mano en tímido saludo. 
El mundo estalla en aplausos, sonrisas y vítores. 
El primer ser de otro mundo acaba de pisar la Tierra.
Los nietos de los primeros colonos humanos visitan el planeta natal de la humanidad.


El explorador

La ciudad, silenciosa, blanquea sus huesos bajo el sol implacable. Desde el escarpado acantilado de un rascacielos, un ave de rapiña lanza su grito de muerte y se abalanza sobre una rata que corre entre los escombros de las desiertas calles. Al paso del explorador, los lagartos abandonan apresurados su baño de sol para ocultarse del extraño que turba la paz de la muerta urbe.
El forastero busca algún signo de vida humana, pero hasta el momento, la búsqueda ha sido vana. 
Cada día recorre varios kilómetros atento al menor rastro de seres humanos vivos (muertos los hay a miles, a millones) y cada noche envía su reporte al cada vez más lejano campamento base.
Cuando salió quedaban cinco personas.
Lo más probable es que hayan muerto todas.
El sol desciende en el horizonte. 
La ciudad duerme su eterno sueño. 
Los animales nocturnos comienzan a asomar sus cautas cabezas.
El robot avanza despacio por entre las ruinas recogiendo datos para enviar a unos muertos.




  Mi madre tenía una figura de San Pancracio con su correspondiente ramita de perejil mustia y, la mayor parte del tiempo, castigado de espa...