Purificación
La iglesia arde. Las mujeres observan el incendio desde lejos. A pesar de la distancia pueden oír los gritos de quienes intentan apagar el fuego. Hace rato que no oyen los otros, los de los sacerdotes que en ella se encontraban reunidos. Sus cuerpos, convertidos en cenizas, sobrevuelan la ciudad.
—El fuego purifica, nos repetían una y otra vez, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo, lo recuerdo. Ayer mismo me lo volvió a repetir el obispo.
—Deben de haberse sentido muy afortunados por tener esta oportunidad de purificación.
Las mujeres ríen a carcajadas libres y felices.
Al fin, tras tantos años de sufrimiento, han logrado acabar con sus opresores y torturadores.
Liberación
El dios aullaba de dolor.
Su mano extendida buscaba al diminuto humano, una parte de él queriendo aplastarle, otra parte suplicando por su vida.
El hombre lo contemplaba, impasible, disfrutando de su sencilla venganza.
—¡Los dioses no existen! —, gritó.
Y el dios volvió a aullar.
—¡Los dioses no existen! —, insistía el humano.
El dios se retorcía de dolor, cada vez más débil, cada vez más cerca de la muerte.
—¡Los dioses no existen! —, continuó repitiendo el diminuto humano una y otra vez, hasta que, al fin, con un último suspiro, el dios murió.
¡Sí señor! Aquí un irreverente.
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