El árbol titilaba y tintineaba, erguido y orgulloso de sus ornamentos mirando desde arriba al gato que lo miraba fascinado, moviendo lentamente su cola sin apartar la mirada de su jurado enemigo.
El gato no podía permitir la afrenta de semejante invasión ni podía resistir la atracción de aquellos refulgentes adornos.
El árbol, por su parte, se limitaba a lucir sus galas y disfrutar de la admiración de su nuevo hogar.
Tras un rato de mútua observación, el gato avanzó lentamente, tensó los músculos, saltó sobre su adversario dispuesto a destrozarlo... Y se estrelló contra la puerta de la terraza que es donde, en previsión de ataques, se había instalado el árbol.
El minino se marchó enfurruñado y el árbol, tras el cristal, tintineó risueño.
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