No le gustaba la Navidad, nunca le había gustado, pero, a pesar de ello, tras tres años en aquel recóndito asteroide minero, Benjamín, acabó por reconocerse ante sí mismo, en secreto y voz muy baja, que extrañaba toda la parafernalia navideña. Así que, sin pensárselo demasiado, porque pensar no era lo suyo (si así fuera no habría abofeteado a quien abofeteó y no estaría en ese asteroide perdido de la mano de los dioses), se dedicó a hacer campaña entre todos sus compañeros para apañarse una decoración navideña con lo que tuvieran a mano.
En un par de días, la estación minera lucía una decoración de Navidad estilo steampunk de lo más curiosa. Todos se sentían satisfechos y felices, llenos de alegría y nostalgia. Se canturreaban villancicos, se planeaban comilonas, se respiraba toda la Navidad que se podía respirar a miles de kilómetros de la Tierra.
Pero el más contento de todos era, sin duda, Benjamín, quien, por fin, tras tanto tiempo, podía dedicarse a su pasatiempo favorito: despotricar de las fiestas navideñas.
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