La mesa estaba puesta para dos, elegante, pero sencilla; sin lujos, pero cuidada. La decoración navideña era igualmente distinguida, pero sin aspavientos ni exceso de oropeles. Así había sido él siempre: con clase y simple. Por supuesto, había elegido su mejor traje. Su invitada de Nochebuena no merecía menos.
Se sentaron a cenar, frente a frente, sólo con la luz suficiente para ver lo que sus platos contenían y disfrutar, a la vez, de la iluminación navideña.
Cenaron y conversaron.
Bebieron y rieron.
Brindaron y recordaron, sobre todo él.
Tras el postre, tomaron el café y unos dulces y se sentaron, cada uno en un sillón.
Al cabo de un rato, él sonrió, suspiró y dijo:
―Bueno, señora mía, supongo que ya llegó el momento de morir.
La Muerte, con su eterna sonrisa, dejó su copa en la mesita y, señalando hacia la mesa, respondió:
―En realidad lleva muerto desde que se sentó a la mesa, pero estaba usted disfrutando tanto que no quise amargarle esta última Nochebuena.
El hombre miró donde la Muerte señalaba y, efectivamente, allí, caído sobre su plato, estaba su cuerpo.
―Muchas gracias ―, dijo a su invitada.
Y entonces ambos comenzaron a desvanecerse.
Ya hacía que no disfrutaba tus letras, Dolo. Me ha encantado.
ResponderEliminarBesicos muchos.
La musa lleva tiempo siendo esquiva y casquivana, estos días me estoy esforzando por escribir algo cada día, a ver si así se anima a trabajar :)
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