


Era Agapito Angulo hombre tan perezoso y dormilón que el día del Juicio Final ni oyó las trompetas de los ángeles, ni los cascos de los caballos de los Cuatro Jinetes, ni se enteró cuando su nombre fue pronunciado con voz de trueno para ser juzgado.
Enviaron a un ángel a buscarlo pero ni trompeteando en su oreja Agapito despertó. Ni truenos, ni gritos, ni milagros despertaban a Agapito. Se perdió tanto tiempo intentando sacarlo de su sueño que, finalmente, se decidió darlo por imposible y continuar con el Juicio Final.
Es por eso que, ahora, Agapito es el único habitante vivo de la Tierra.
Puntual impuntualidad
Primero fue su despertador. Luego gran reloj del bisabuelo que marcaba lentamente las horas en el salón. Luego los relojes de todos sus aparatos electrónicos. Hasta el cronómetro del microondas comenzó a atrasar. Finalmente, le llegó el turno al reloj de su teléfono móvil y a su reloj de pulsera.
Durante semanas llegó tarde a sus citas más importantes... incluidas las que tenía con su asesino que, tras varias horas de espera en diversos lugares de la ciudad, decidió dejar de intentar matarlo.
Ese día todos sus relojes volvieron a funcionar correctamente.
Nunca sabrá que ellos le salvaron la vida.
Reyes Magos
El pequeño Pablito dejó de creer en los Reyes Magos la noche en que lo despertaron unos ruidos en el salón y descubrió a sus Majestades guardando en sus sacos todos los regalos.
Nadie pudo convencerle de que aquellos tres señores eran unos ladrones y no los auténticos Reyes Magos.
Desde aquel día Pablito es un furibundo defensor de la república.
Historias de terror
Llegó un momento en que los personajes de aquel famosísimo autor de historias de terror acabaron hartos. Hartos de ser degollados, torturados, desmembrados, desgarrados, devorados, desangrados, destripados, decapitados, engullidos, masticados, asfixiados, ahogados y otras muchas cosas más. Estaban hartos, en fin, de morir de las maneras más atroces que una mente humana pudiera concebir.
Querían venganza.
Querían tener su parte en la diversión.
Por eso, en ese momento, estaban llevando al famosísimo autor de historias de terror de visita por todos sus libros. Y, en cada uno de ellos, lo conducían hasta monstruo de turno y lo dejaban un rato a solas con él.
Al fin y al cabo es bueno que un escritor conozca algunas experiencias de primera mano.
Tras tantos milenios de inactividad el pequeño incompetente comenzaba a sentirse un tanto aburrido, no mucho, sólo un poco, lo suficiente para comenzar a echar vistazos apáticos a algunos planetas mientras jugueteaba con la cola de algún cometa. Esto, teniendo en cuenta su escala habitual de dinamismo, se podía calificar como “actividad desenfrenada”.
Estaba ya a punto de abandonar la galaxia en la que se encontraba y, aunque le daba una enorme pereza, meditaba sobre la posibilidad de dirigirse o no dirigirse hacia la más próxima cuando descubrió un sistema solar con un pequeño planeta que, debido a su color, llamó su atención... además, estaba muy cerca y la palabra “cerca” era una de sus favoritas.
En el minúsculo satélite cercano al planeta habían colgado el cartel de “HE SALIDO A HACER UNOS RECADOS. VUELVO ENSEGUIDA” lo cual indicaba claramente que el planeta ya tenía otro trabajando en él. Si el dios hubiera sido un dios como debe ser habría reprimido su curiosidad y se habría largado o se habría sentado a esperar pacientemente el regreso del artífice de aquel mundo pero, como ya debería haber quedado claro, este dios no era/es/será un dios como debe ser y, por tanto, pensó que, total, por echar un vistazo no iba a pasar nada ¿verdad? No era como si se fuera a poner a jugar con lo que allí hubiera, ni se le ocurriría hurgar en las creaciones ajenas, pero, bueno, echar una miradita no iba a perjudicar a nadie ¿no?
Y allá que se fue sin darle más vueltas.
Era bonito aquel planeta, con tanto verde por aquí y tanto azul por allá, un poco demasiado caluroso y húmedo para su gusto pero no estaba mal -pensaba el dios mientras curioseaba entre selvas, mares, desiertos y montañas-. La fauna era lo que más le fascinaba. A él se le daba realmente mal crear animales realmente funcionales. Imaginación le sobraba, sus animales eran realmente fantásticos, maravillosos, vistosos, fabulosos... y completamente inviables, inútiles para la vida, incapaces de crecer, de multiplicarse, de evolucionar y hasta de moverse.
Sin embargo, el artífice de ese planeta que ahora curioseaba con tanto placer, parecía ser un genio de la ingeniería animal -y también vegetal-. Aquellos enormes animales lucían espléndidos y, además, podían moverse y alimentarse y reproducirse sin el menor problema. Tenían miembros útiles y proporcionados, los había en todos los hábitats del mundo, eran una hermosa obra de arte y el indolente dios no podía menos que sentir una leve punzada de envidia y una honda sensación de maravilla.
¡Ay, si él pudiera hacer lo mismo!
Había tomado el diminuto y frágil planeta en la palma de su mano mientras contemplaba el prodigio de vida que lo habitaba, lo giraba lentamente para disfrutar de los suaves destellos que provocaban las nubes y el mar. Lo aproximaba a su cara para observar hasta el más mínimo detalle y luego estiraba el brazo para poder admirar el conjunto. Y tan concentrado estaba en lo que hacía que no se dio cuenta de que, al alejar el planeta, lo situaba justo en la trayectoria de un meteorito que se aproximaba a toda velocidad.
El dios acercaba el mundo a su rostro y luego lo alejaba. Lo acercaba y lo alejaba. El meteorito iba aproximándose y él no se percataba. Lo acercaba, lo alejaba. Lo acercaba, lo alejaba. El meteorito pasó rozando su oreja derecha y ni así advirtió su presencia. Lo acercaba, lo alejaba. Lo acercaba, lo alejaba. Lo aceraba, lo alej....la enorme roca se estrelló contra el mundo azul con tal fuerza que hasta le tembló la mano que lo sujetaba.
En poco tiempo una negra nube comenzó a extenderse sobre el planeta y los fantásticos animales que tanto admiraba comenzaron a morir.
El dios contempló aquello asombrado y se sintió algo más aturdido de lo habitual. Miró a todos lados asustado y esperando ver aparecer al legítimo propietario del hermoso mundo. Luego, lentamente, volvió a poner el planeta en su sitio, intentó quitarle un poco de polvo y hasta sacarle brillo.
Se obligó a alejarse lentamente, poniendo su mejor cara de “yosólopasabaporaquí” y cuando estuvo a una distancia que consideró prudente, el dios decidió que era hora de ir a hacerle una visita a uno de sus grandes amigos que vivía a un par de universos de distancia. Salió disparado a una velocidad que la mismísima luz consideraba excesiva.
Cuando se encontraba a un universo de distancia, su pereza logró darle alcance y convencerle de que ya era hora de echarse otra siestesita. Entonces bostezó y, suavemente, dejándose arrullar por la música de las esferas y mecido por los vientos estelares, el dios cerró los ojos dispuesto a dormir otra larga, tranquila y divina siesta.
Y pasó la Navidad. Y pasaron los Reyes. Y entre restos de papeles, cartones, espumillón y roscones, vamos pasando la resaca y regresando, poquito a poco, a nuestra vida cotidiana, a esa que -afortunadamente para los más convencidos ecologistas - carece de lucecitas callejeras (a menos, claro, que vivas en un lugar con tradición carnavalera donde suelen aprovecharse para estas fiestas), sin enormes comilonas -afortunadamente para nuestros estómagos y sin regalos -afortunadamente para nuestros bolsillos-. Y aquí vuelvo yo, dispuesta a seguir contando estas cosas mías y a compartirlas con todos los que quieran hacerlo. Espero que los Reyes se hayan portado estupendamente con todos y que, incluso aquellos que saben que merecerían un buen saco de carbón, hayan recibido regalos y el amor que ellos expresan.
Aprovecho para dar las gracias a Goloso que ha tenido la gentileza de dedicarme una maravillosa y sonrojante crítica en su blog LA BLOGOSERÍA (El blog de los golosos de los blogs). Si alguien tiene curiosidad, que se acerque a este post y lea las cosas que dice... (una también tiene derecho a chulear un poquito ¿no? ;). Hale, ahora sí, doy paso a mi post de hoy.
Invierno
Esta mañana, al abrir la puerta, me encontré con el Sr. Invierno recién llegado a la ciudad. Buenos días, le dije. Buenos días tenga usted, él me respondió.
Venía, como cada año, a invitarme a pasear y a charlar.
El Sr. Invierno es alto y delgado. Afilado, casi puntiagudo y muy atildado. Es muy friolero por eso viste siempre, como mínimo, con quince abrigos, diez bufandas, cinco gorras, varios pares de guantes, ocho calcetines y sólo usa un par de botas porque si se pone más, anda como un pato.
El Sr. Invierno es bastante taciturno, reservado, circunspecto... Vamos, que es muy callado. Y hay quien piensa que es seco, adusto y bastante agrio. Él se queja, es normal, de que nadie parece quererle, de que todos le vienen a protestar, que si hace mucho frío, que si no se puede ver el sol, que si las flores, que si las plantas, que cuando vuelve el calor...
Y yo dejo que proteste porque no tiene con quien hablar. Y lo dejo que se queje porque no tiene con quien charlar.
Y me cuenta que todo el mundo le pregunta por la primavera y todos suspiran por ella: -¡Ay, cuándo llegará!- y el pobre no lo comprende porque a él, el invierno, le parece, ella, la primavera, una cabeza a pájaros sin un gramo de seriedad.
Y con el verano -se lamenta- ya es una locura: que si el sol, que si la playa, que si los helados, que si la alegría... ¡menuda chaladura! Y el pobre no lo comprende porque a él, el invierno, le parece él, el verano, un cabeza loca sin un gramo de formalidad.
Hasta al otoño, su hermano más cercano, me cuenta, lo prefieren antes que a él. Porque dicen que es romántico, bufa desdeñoso, y nostálgico y... otras zarandajas. Y el pobre no lo comprende porque a él, el invierno, le parece que él, el otoño, un cabeza loca sin un gramo de gravedad.
Y yo dejo que proteste porque no tiene con quien hablar. Y lo dejo que se queje porque no tiene con quien charlar.
Y seguimos paseando mientras él se sigue lamentando sin parar. En el fondo, es su modo de disfrutar. Y poquito a poquito, pasito a pasito, a casa regresamos charlando sin parar.
Llegamos a casa, sirvo un chocolate bien caliente y el Sr. Invierno, da un suspiro satisfecho y guarda silencio. No se quita ni abrigos, ni bufandas, ni guantes ni nada, es muy friolero. Sentado cerca del radiador me pide una manta y contempla con aire tristón la nieve que cae en el exterior.
Es un poco huraño el Sr. Invierno, un tanto taciturno, algo melancólico, y bastante quejicoso, no lo no voy a negar pero en cuanto le conoces -créeme, es la verdad- es bastante agradable sentarse en silencio junto al fuego mientras, allá afuera, el frío, la lluvia, el viento, la nieve, la niebla y el hielo llegan tras él.
Cuando la cae la noche el Sr. Invierno se despide porque su trabajo debe continuar. Buenas tardes, le digo, vuelva para Navidad. Buenas tardes, me responde, aquí estaré sin faltar.
Y, mientras cierro la puerta, y le veo marchar pienso en que me gusta el Invierno, no lo puedo evitar.
No había sido fácil, nada, nada, nada fácil y no lo había logrado exactamente como él hubiera deseado pero ya se sabe que a la ocasión la pintan calva y hay que agarrarla en cuanto la ves pasar a tu lado, aunque sea de una oreja.
Y eso fue lo que Arnoldo hizo. Aprovechar la oportunidad. En cuanto vio a aquel tipo entrar en el banco supo lo que iba a hacer y a quien iba a tomar como rehén: a él. No podía resistirse a la llamada de la fama. Arnoldo no servía para atracador, tampoco servía para héroe pero como víctima, ah, como víctima era ideal. Y eso fue. Víctima. Rehén. Sacrificio en el altar de la violencia y la fama.
Y ahí tenía su recompensa. En la primera página de los diarios y abriendo todos los noticiarios. Arnoldo se sentía total, completa y absolutamente orondo y ufano. Ya tenía un lugar en la pequeña historia cotidiana. Había logrado sus minutos de fama. Su nombre, hoy, era conocido y citado en todos los rincones del país.
Ah, sí, no se podía estar más orgulloso y complacido de lo que Arnoldo se sentía esa mañana y, a cambio, sólo había tenido que pagar el pequeño precio de su vida. ¿Y qué es eso al lado de la notoriedad y la popularidad?
Mi madre tenía una figura de San Pancracio con su correspondiente ramita de perejil mustia y, la mayor parte del tiempo, castigado de espa...