Relato inspirado en este post de Nani y en un comentario de Mario a dicho post.
“La tradición es la personalidad de los imbéciles.”
Maurice Ravel

Lorenzo Almeida siempre se había preciado de ser un fiel defensor de la tradición. De cualquier tradición de cualquier lugar del mundo. Todo lo que le sonara a tradicional de un lugar él tenía que probarlo, como mínimo, una vez. Claro que para Lorenzo el concepto de “tradición” era algo de lo más elástico y abarcaba desde la diversión más simple hasta la “costumbre” más extraña.
Daba igual de que se tratara, si Lorenzo pensaba que aquello era “tradicional” del lugar no paraba hasta lograr participar en lo que fuera. Así, por ejemplo, el día que fue al famoso pueblo en que unos joviales mozos lanzaban una cabra desde el campanario, Lorenzo no paró hasta formar parte de los jóvenes que, amablemente, conducían al animal hasta su destino… y no se cambió por la cabra porque no se lo permitieron. Y cuando fue a uno de esos países que conservan entre sus costumbres la milenaria, “tradicional” y bíblica lapidación, Lorenzo pilló la piedra más gorda que pudo encontrar y fue el primero y más entusiasta de todos los lanzadores. Asimismo, al viajar a Estados Unidos, nuestro protagonista puso todo su empeño en asistir a una ejecución pues consideraba que eso de la pena de muerte era una de las cosas más tradicionales de dicho país y, si de él hubiera dependido, incluso habría puesto con sus propias manos la inyección letal al condenado; intentó, también, presenciar/formar parte/provocar un “tradicional tiroteo” en un instituto, centro comercial o céntrica calle cosa que, afortunadamente, no pudo conseguir.
Sin la menor duda, Lorenzo Almeida era un auténtico adicto a la tradición y las viejas costumbres. Y si lo tradicional era ir a los toros, Lorenzo iba a los toros. Y si lo tradicional era pellizcar a las féminas en el transporte público, Lorenzo pellizcaba como el que más y, por supuesto, aceptaba sin protestas el tradicional bofetón post-pellizco, faltaría más. Y si lo que mandaba la tradición tras una buena comida era café, copa y puro, Lorenzo lo cumplía a rajatabla aunque aborreciera el café, fuera abstemio y se mareara con el olor del tabaco. Nada, absolutamente nada de lo que, según Lorenzo, mandara la tradición, dejaba de ser cumplido por él.
Cuando sus amigos le invitaron a pasar unos días en la montaña, Lorenzo se preparó minuciosamente informándose de todas las actividades alpinas tradicionales y de todas las costumbres de la zona, dispuesto a seguirlas absolutamente todas. Así que allá fue nuestro protagonista preparado a practicar senderismo (aunque normalmente usaba el coche para todo), esquí (aunque jamás había practicado dicho deporte) y hasta escalada libre si hiciera falta (a pesar de que siempre había dicho que padecía de vértigo).
Los primeros dos días la cosa fue muy bien. Todo el mundo se divertía. Lorenzo cumplía a rajatabla todo lo que él considerara que era tradicional de la situación. El paisaje era grandioso.
Luego nevó. El grupo de amigos recibió la nieve con alegría y dispuestos a disfrutarla. Pero siguió nevando, y nevando, y nevando. Fue la mayor nevada por aquellos lares en décadas y en unas pocas horas el refugio quedó completamente aislado del mundo exterior.
En un primer momento nadie se preocupó demasiado. Se habían quedado sin electricidad pero eso, según les pareció, añadía encanto al refugio. No había motivos para la inquietud. Tenían comida. Tenían una chimenea. Tenían leña. Tenían incluso los móviles para comunicarse y pedir ayuda.
Lástima que la ayuda no llegara tan pronto como ellos creyeron. Pasaban los días y la comida comenzó a escasear. Con el paso de los días y la escasez de alimentos, llegaron los primeros roces, los primeros nervios y las primeras discusiones. En el fondo nadie creía que llegara a ocurrir algo realmente dramático pero estas situaciones ponen a prueba al carácter más templado.
Lorenzo, con su manía de seguir las “tradiciones” era el que más conseguía atacar los nervios de sus compañeros. El cine y la literatura se lo habían dejado muy claro: si un grupo de gente se queda aislado lo primero es enfrentarse los unos a los otros, sacar a relucir lo peor de cada uno y lanzarse a la cara todo lo que durante años se habían callado.
Y a ello se puso nuestro hombre con gran fruición.
Luego fue cumpliendo con todo el guión, sin saltarse nada. Al menos nada de lo que recordaba. Por último, y llegado el momento en que la despensa quedó prácticamente vacía, nuestro tradicionalista particular, recordó que había otra tradición, costumbre o regla a seguir en estos casos. No había más que recordar, por ejemplo, lo que ocurrió con aquel equipo de rugby cuyo avión había caído en Los Andes, sí, hombre, los de la película Viven.
Para Lorenzo estaba claro: si un grupo de personas se quedaba aislado y sin alimento, la tradición mandaba que debían comerse los unos a los otros. No había discusión posible.
Y comenzó su campaña pro-tradición caníbal. Desde la mañana hasta la noche, Lorenzo hablaba a sus amigos de la tradición y trataba de convencerlos de que era lo mejor que podían hacer; en realidad que era lo “único” que podían hacer dadas las circunstancias.
Tanto insistió. Tanta lata les dio. Tanta convicción puso en sus palabras. Y, sobre todo, tan hartos estaban sus amigos de oírlo que, finalmente, aceptaron su idea.
Se comieron a Lorenzo.

Por supuesto, nadie contó lo ocurrido y todos dijeron que su amigo había salido en busca de ayuda y nunca había regresado. Lo buscaron durante varios días y, finalmente, se le dio por desaparecido.
Lorenzo murió con la satisfacción de la tradición cumplida y, si alguien le hubiera preguntado por la experiencia, habría dicho que lo peor no fue la muerte ni la masticación, ni siquiera la digestión. Lo peor de todo fue, digamos, la forma de abandonar los cuerpos de sus amigos.
Pero, bueno, ya se sabe, es lo que mandan las costumbres y la tradición corporal…