jueves, 23 de octubre de 2025

Tres negaciones



Cuando aparecieron las primeras noticias sobre el virus, Amancio se mostró escéptico.

Cuando se declaró un nuevo confinamiento, Amancio se mostró indignado.

Cuando, a pesar del aislamiento, el virus continuó extendiéndose y matando, Amancio negó rotundamente su existencia y gritó a los cuatro vientos que era todo una conspiración del gobierno.

Cuando su familia murió presa de la terrible enfermedad, Amancio rechazó que la causa fuera el virus y la achacó a complicaciones de cualquier otra cosa que se le ocurriera.

Cuando se percató de que todo el mundo había sucumbido al virus, Amancio siguió negando su realidad.

Finalmente, el virus le alcanzó a él mismo y Amancio, consecuente con su negacionismo hasta el último minuto,  murió negando su existencia.


*****



—Los vampiros no existen —dijo Adalberto mientras los afilados colmillos atravesaban su yugular.




*****

—¡Eureka! —exclamó el científico— ¡He encontrado el secreto de la vida eterna!

—No —dijo una voz a su lado.

—¿Y usted qué sabe? ¿Acaso sabe algo de ciencia? —replicó el científico aún entusiasmado.

—No —volvió a repetir la voz—, pero sé mucho sobre eternidad — y la Muerte descargó su guadaña.







 



martes, 21 de octubre de 2025

Cena

 

El último hombre vivo de la Tierra preparaba cuidadosamente la cena de Nochebuena, una larguísima mesa ocupaba el centro de un gigantesco comedor esmeradamente decorado para la ocasión (gigantesco árbol incluido) y, dispuesta sobre ella, lucía una espectacular vajilla, unos lujosos candelabros y varios centros con motivos navideños. En la enorme chimenea, un agradable fuego calentaba la estancia.

El último hombre, una vez colocada la última servilleta, suspiró satisfecho y contempló, con los brazos en jarras, el hermoso decorado navideño, digno de una película de Hollywood, que había montado con paciencia y mucho trabajo.

A la hora de la cena, empezaron a llegar los invitados. Sonrió al escuchar el tintineo de las copas y los platos y saludó cálidamente a todos sus convidados. 

Por supuesto, los únicos platos que contendría comida serían los suyos, así como su copa sería la única en contener bebida, después de todo, sus fantasmales invitados no podían ingerir nada.



viernes, 3 de octubre de 2025

Las vías

Epifanio llevaba días dándole vueltas al asunto y, al final, llegó a la única conclusión posible que su mente, nublada y llena de oscuridad, le ofrecía. Lo mejor era la muerte, sin la menor duda, eso acabaría con todos sus problemas. Después de meditar otros tantos días sobre qué método emplear para abandonar este mundo, optó por el tren. «Será rápido», pensaba, «y, al menos, no dejaré todo perdido en casa».

Decidido todo, y no sabiendo cuánto tiempo debería estar, optó por prepararse un picnic y sentarse a esperar cerca de las vías, en una gran recta, por supuesto, para poder así ver la llegada de su transporte al más allá.

Justo estaba acabando cuando vio a lo lejos la larga línea del tren, de modo que recogió todo, se sacudió las últimas migas de la ropa, se acercó a la vía y se tumbó. Cerró los ojos e intentó, vanamente por supuesto, relajarse. El corazón le tamborileaba, tenía la respiración agitada y todo su cuerpo le gritaba que saliera de allí pitando, pero él no hizo caso y se aferró a las traviesas imponiendo la voluntad de su cerebro a la de su cuerpo.

El tren estaba cada vez más próximo y su corazón cada vez más acelerado.

Lo sintió llegar, atronando en sus oídos, su cuerpo intentó encogerse, pero él no lo permitió y, de pronto, el tren ya estaba allí y, en un suspiro, ya no estaba. 

Epifanio se palpó, como si fuera necesario palparse para saber que estaba vivo y entero. Abrió los ojos, se sentó y miró perplejo al tren que se alejaba. Luego bajó la vista y, desconcertado y meditabundo, la clavó frente a él.

Sólo entonces se percató de que había dos vías y que él se había puesto en la equivocada.

Epifanio pensó en esperar al siguiente tren, pero, tras un rato de estar sentado, sintiendo el aire fresco de la tarde y mirando el cielo, unos arbolillos cercanos, los pájaros, se lo pensó mejor y decidió volver a casa.

«Quizás haya otra salida», pensó y se sorprendió a sí mismo silbando una alegre tonada.

 




jueves, 2 de octubre de 2025

El velatorio


 

El velatorio, definitivamente, se había salido de madre. La sala del tanatorio estaba atestada de gente, pocos por pena, la mayoría por aquello del compromiso social. Había empezado todo muy calmado, muy tranquilo, se hablaba en susurros, se daba el pésame en murmullos, se guardaba silencio a ratos y a ratos se hablaba, pero poco y bajito. La cosa fue cambiando a medida que llegaba más gente, el tono de voz se fue alzando sin prisa, pero sin pausa, la primera risa fue acallada por su mismo dueño con una mano en la boca para atrapar la carcajada  y un «perdón» lleno de risueña compostura, pero pronto llegaron la segunda, la tercera, la cuarta... Y estas ya volaron libres y sin atadura alguna. Al cabo de no mucho, el murmullo arrullador dejó paso a una mareante algarabía y el velatorio pasó de acto luctuoso a festivo encuentro sin que nadie diera muestras de estar molesto por ello.

La familia lloraba a ratos y a ratos participaba de la bulla, más lo segundo que lo primero, no por falta de dolor, sino por exceso de vida. 

Andaban todos tan ensimismados en sus conversaciones que nadie se fijó en cómo se abría, lentamente, la puerta de la salita donde descansaba el difunto a la espera de la despedida final. Ni nadie se percató de la pálida figura que, sin decir palabra, se quedó bajo el dintel contemplando a los bulliciosos y supuestos dolientes, con el pálido ceño fruncido y los lívidos brazos cruzados... hasta que la mismísima viuda lo descubrió y lanzó un potente grito que tuvo la virtud de hacer callar a todos y que, esos todos, se giraran, casi al unísono, hacia donde la aterrizada mujer señalaba.

Y entonces, el difunto, tras echar una torva mirada a toda la concurrencia, dijo con rasposa voz:

—Mucho les agradacería, señoras y señores míos, que tuvieran a bien guardar silencio —sí, el difunto era un poco redicho y clásico—, les recuerdo a ustedes que en esta habitación en la que me hallo, el difunto, o sea, yo, intenta comenzar su descanso eterno y con tanta vocería y tanta risa, me lo están poniendo ustedes bastante complicado. Pido disculpas si mi presencia ha causado algún percance y me retiro nuevamente a este mi penúltimo aposento, volviendo a rogarles, no ya silencio, sino, tan sólo que hablen más quedo.

Y, sin más, el extinto, se dio media vuelta, cerró la puerta y volvió a su postrer lecho.

A partir de ese momento no volvió a escucharse ni una tos.


  Se sentó en un banco del parque a contemplar el otoño. Arrebujada en su abrigo respiraba el fresco aire, escuchaba el rumor de los árboles...