Noelia llevaba un mes corriendo más de lo que habitualmente corría, y eso era ya mucho correr. Se aproximaba Navidad y eso siempre multiplicaba las tareas y las carreras. Así que Noelia corría a todas partes y a todas horas intentando cumplir con la larga lista de obligaciones en la que, a estas alturas de su vida, se había convertido las dichosas fiestas: preparar disfraces para la fiesta navideña del colegio, comprar ingentes cantidades de alimentos en hipermercados abarrotados, sufrir los villancicos repetidos hasta el agotamiento auditivo, sacar la decoración navideña, poner la decoración navideña, reponer/renovar la decoración navideña, intentar hacer que la decoración navideña resulte lo menos kitsch posible, acudir a la fiesta del colegio, sacar fotos y sonreír como mema viendo a los retoños cantar un villancico vestidos de pastorcillo/oveja/angelito/arbolito... Acudir a la cena con los compañeros de trabajo donde tendrá que aguantar al baboso de Manolo y los lloriqueos de Mariola... o al revés, ir a una comida con las amigas, donde todas intentan demostrar lo muy felices y estupendas que son aunque la mayoría son unas amargadas insatisfechas, visitar jugueterías para comprar los regalos de Papá Noel y los de Reyes para los niños propios y varios ajenos, hacer cola para la lotería no vaya a ser que este año toque y a ver qué pasa si toca y ella no lleva un mísero décimo, comprar regalos para padres, suegros, cuñados, hermanos... Ah, y para el marido, claro, que siempre se olvida de él. El hombre de su vida. El padre de sus hijos. El compañero y amigo. El hijo de... que siempre encontraba el modo de estar súper ocupado cuando le pedía ayuda.
Noelia intentaba darse ánimos con aquello de la felicidad y la familia y las sonrisas y la cara de ilusión de los niños y todas esas cosas que nos decimos para llenar las fechas de lentejuelas y alegría, pero al final acababa reconociendo para sí misma, que la Navidad se había vuelto una festividad pesada, aburrida y agotadora llena de compromisos absurdos y que, si de ella dependiera, se saltaría todo el mes de diciembre (y gran parte de noviembre). Pero como no había forma humana de eludir todos los compromisos familiares y amistosos, Noelia seguía corriendo de acá para allá.
Aquel año, para más inri, tuvo que trasladarse a la ciudad vecina por cuestiones de trabajo el mismo día de Nochebuena, con el consiguiente trastorno, menos mal que a esas alturas ya tenía todo lo necesario para la cena y que su marido se encargaría de comenzar a preparar la cena en caso de que ella se retrasara a pesar de llevarlo todo calculado al milímetro para que tal cosa no ocurriera.
El día 24, a las dos de la tarde, una vez acabadas las diligencias que la habían llevado a otra ciudad, Noelia, compró unos sandwiches y unos refrescos para comer mientras conducía e inició el camino de vuelta a casa, agotada, somnolienta y estresada. Según sus cálculos a eso de las seis estaría entrando en su casa lista para empezar el ajetreo culinario. Pero ni el más perfecto de los planes está libre de fallos y la entropía, tan amante del caos, siempre encuentra la forma de desordenar lo más ordenado.
En este caso la entropía se disfrazó de nieve. Nieve que había comenzado a caer desde primeras horas de la mañana, primero de manera suave, pero aumentando su intensidad a medida que pasaban las horas. Noelia, sumergida en sus asuntos, apenas se había percatado de la nevada ni había escuchado las noticias que hablaban de uso de cadenas, nieve acumulada y retenciones de tráfico. Para cuando quiso darse cuenta, Noelia estaba rodeada de nieve y automóviles sin poder avanzar ni retroceder. Llamó a casa, ansiosa y hecha un manojo de nervios, para advertir a su familia de su situación y de que no sabía cuánto tiempo debería permanecer allí atascada y a lamentarse de que era posible que se perdiera esa Nochebuena. Y, al momento de decirlo, Noelia sintió un extraño y culpable alivio.
De repente fue consciente de que, al menos por aquella noche, no habría prisas, nervios, trabajo, gritos... No recibiría las críticas de sus padres, ni aguantaría la borrachera de su cuñado, ni la mirada envidiosa de su hermana, ni tendría que preocuparse del comportamiento de los niños, ni escuchar los petardos en la calle, ni preocuparse por si la cena salía bien ni... ¡Nada! ¡No tendría que ocuparse ni preocuparse de nada!
La envolvió una maravillosa sensación de paz y libertad. Salió del auto para sacar la manta que siempre llevaba en el maletero. Al volver se instaló cómodamente, reclinó su asiento, puso una emisora con música suave, sacó su escasa comida y su parca comida.
«¿Quién sabe?», pensó,«quizás repita el año próximo». Y, con una somnolienta y plácida sonrisa, Noelia se dispuso a pasar su mejor Nochebuena en muchos años.
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