En casa por Navidad
La escena no puede ser más idílica y típicamente navideña. El padre, sentado en una butaca de orejas junto a la chimenea, pipa en mano y la mirada fija en el crepitante fuego. La madre, con las gafas casi en la punta de la nariz, sentada en la butaca cercana, con un libro entre las manos.
Y yo, el hijo pródigo, recién llegado de nuevo al hogar familiar, decorando el árbol familiar.
Cuando era niño lo hacíamos juntos, ¿recuerdas, papá? Yo colocaba los de la zona inferior y luego te iba pasando los de la parte alta. Cuando ya estaba todo colocado, me levantabas del suelo para que pudiera poner la estrella en la punta. Y entonces, antes de encender las luces, entraba mamá con las galletas que acababa de preparar y unas humeantes tazas de chocolate. Ella y yo nos sentábamos mientras tú, redoblando un imaginario tambor, prendías las parpadeantes luces.
Eran buenos tiempos aquellos. Éramos felices. Al menos yo lo era y siempre he supuesto que vosotros también lo erais... a pesar de mí.
Luego pasó... bueno, pasó aquello. Ya sabéis. No hace falta volver a ello. Lo importante es que estamos los tres juntos. De nuevo. Y que vamos a pasar juntos la Navidad, como antes.
No te molesta que sea yo quien decore el árbol este año, ¿verdad papá? No, claro que no te molesta. Ya no te molesta nada. Ya no te importa nada.
Y ahora, deja que piense dónde voy a colocar tus ojos y los de mamá. Luego, para acabar, en lugar del espumillón de siempre, pondré vuestros intestinos. Ya veréis qué bonito va a quedar.
¡Me encanta estar en casa por Navidad!
Deseo
Sale de la habitación despacio, sin hacer ruido. Aún es de noche y hasta su madre, siempre la primera en saltar de la cama, sigue durmiendo. Siente el suelo helado bajo sus plantas desnudas mientras avanza, sin prisa, hacia el destartalado árbol de Navidad. Un árbol pequeño, calvo en mil sitios, con ramas de menos y unos adornos tristes y descoloridos. Como la vida entre aquellas cuatro paredes.
Este año sólo ha pedido un regalo. Una única cosa. Un único deseo. Lo ha pedido con tal intensidad, lo ansía tanto que está convencido de que Papá Noel tiene que habérselo concedido. En realidad no sabe qué es lo que espera encontrar bajo el árbol, su regalo no se puede dejar allí. Quizás una nota, un mensaje...
El corazón golpea con fuerza su pecho.
Bajo el árbol un par de diminutos paquetes mal envueltos. Los tristes regalos de una familia triste.
El niño rebusca con emoción entre ellos.
¡Tiene que estar en algún sitio!
Entonces suena un gruñido a sus espaldas, seguido de un murmullo ininteligible. Luego, el silencio.
Se vuelve lentamente, temeroso de lo que va a encontrar.
Allí, tirado en el sofá, con la boca abierta y la ropa arrugada, estaba su padre, borracho como siempre. Se ve que esta noche no vino con ganas de castigar a nadie.
Su padre no se había esfumado. Papá Noel no se lo había llevado como él le había pedido.
El niño permanece allí durante unos segundos, contemplando al borracho dormido y luchando contra las lágrimas que pugnan por desbordar sus ojos.
Luego, sin dedicar una mirada al árbol y los regalos, vuelve a su cama.
Esa misma noche dejó de creer en la magia.
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