
Verá, yo ya se lo avisé a la Muerte, que no me podía morir, que con todos estos kilos no hay ataúd que me valga. Pero ya ve el caso que me hizo...
Ella, bueno, mejor dicho él, porque aquí, entre nosotros, la Muerte es un señor. Sí, así como lo oye, un señor y, si quiere que le sea sincero, nada impresionante. La Muerte, sépalo usted, es un señor tirando a bajito, regordete.... hmmmm... ¿conoce usted a Danny DeVito? Pues tal cual. Sí, señor, la Muerte es igual igual que Danny DeVito. ¿Qué? ¿Cómo se le queda el cuerpo? Imagínese, toda la vida esperando ver aparecer un esqueleto con túnica y, cuando llega mi hora, me encuentro a Danny DeVito con traje y corbata. Tsk. Nada impresionante, se lo puedo asegurar. Bueno, cuando habla la cosa cambia algo pero así, al pronto, impresionar, lo que se dice impresionar, no impresiona mucho.
Pero, vaya, a lo que iba que me desvío (¿Me pasa usted la sal, por favor? Muchas gracias) ¿Por dónde iba? Ah, sí, pues eso, que me llega la Muerte DeVito y me dice: Llegó tu hora, Aurelio -ese soy yo, Aurelio Gordo para servirle, sí, sí, Gordo es apellido, predestinado que estaba uno- hay que irse ya (la Muerte es que habla así ¿sabe? En negritas, manías que tienen los entes sobrenaturales). Y yo voy y le digo que de eso nada, que yo no me puedo morir, que no tengo dónde me entierren, que con este tamaño no hay ataúd que me aguante. Y él que no hay nada que hacer, Aurelio, que llegó el momento de decir el adiós definitivo y no me vengas con excusas que me las conozco de todos los colores. Y yo venga a decirle que no era ninguna excusa, que si tuviera dónde caerme muerto -literalmente- no tenía ningún problema en largarme pero que, dadas las circunstancias, no pensaba dejar a mi familia en semejante embrollo.

Pero, nada, oiga, que la Muerte DeVito es muy cabeza cuadrada y no hay quien le haga cambiar de opinión, que su misión es su misión y que tiene que cumplirla y que si es tu hora, pues es tu hora y santas pascuas. Y ahí me tiene usted, discutiendo con la parca y, antes de que me dé cuenta, en mitad de una palabra, me toma de la mano, tira de mí y... ¡zas! De repente me encuentro de pie a su lado y mi otro yo (el corporal) está tirado en el suelo (entonces descubrí que mi santa madre no exageraba cuando hablaba de “la cara de pánfilo que tiene este chico”).
¿Y ahora qué?, le pregunto yo a DeVito. ¿Cómo que ahora qué?, me responde él/ella o cómo se diga. Eso, que ahora qué se supone que pasa, qué tengo que hacer y eso. Ah, bueno, eso ya no es mi problema, yo he cumplido con mi trabajo, lo que pase a partir de ahora dependerá de tus creencias; y, sacando su PDA, se despide diciendo no sé qué del Polo Norte y el frío y que menos mal que los inuits son pocos... En fin, que me quedé solo y desconcertado, mirando mi cuerpo, mi cara de memo y pensando en mis creencias.
Entonces recordé que, según mi fe, un alma no puede separarse de su cuerpo hasta que éste es debidamente sepultado. Y razoné que mi cuerpo, debido a mi/su tamaño, no podía ser sepultado así que, por tanto, mi alma (o sea, yo) no tenía ningún sitio al que ir... salvo mi cuerpo. Llegados a este punto del razonamiento decidí probar a entrar en él y, sorprendentemente, funcionó.
De modo que aquí me tiene usted, todo un señor zombie, bien gordo, eso sí, pero zombie. Al principio me dije que sería por poco tiempo, lo que tardaran en hacerme un ataúd ¿sabe? Pero luego le fui cogiendo el gustillo a esto de ser un no-muerto y no me animo yo a abandonar de nuevo a mi cuerpo. Hombre, tiene algunos pequeños inconvenientes, no le diré que no, pero con paciencia e ingenio, todo se supera; por ejemplo, está el problema del olor que intento solucionar usando mucho perfume, no sirve de mucho pero algo es algo. También está el asunto de la facilidad de desprendimiento de diversos miembros corporales pero he estado practicando la costura y ya lo tengo bastante controlado. Y así varias cosillas más que voy solucionando a medida que aparecen.
Mi familia no es que esté muy contenta. Preferirían que me portara como cualquier muerto decente, me metiera en mi ataúd -uno que me hicieron a medida, en madera de cedro, modelo luxury, muy cómodo- y dejara que me enterraran pero, oiga, que no me apetece a mí ese plan.
Me gusta mi vida como no-muerto.
Si hubiera ataúdes para gordos no habría pasado esto.
En fin, que yo se lo dije a la Muerte DeVito, que no podía morirme. No tengo culpa si no me hizo caso.