
Cada día, sin faltar ni uno, la anciana cruza el parque y, con el paso lento y cansado de quien carga con toda una vida a las espaldas, se aproxima al banco de siempre.
Cada día, sin faltar ni uno, se sienta a leer su libro y a contemplar, desde el sereno balcón de su mirada, la vida que bulle a su alrededor. Sonríe a los gritos jubilosos de los niños, frunce el ceño ante un padre demasiado condescendiente o una madre demasiado autoritaria. Alarga caramelos a los pequeños que se atreven a aproximarse.
Cada día, sin faltar ni uno, él la contempla y se pregunta por su vida. A veces la imagina con hijos y nietos, una mujer con mucha familia que disfruta de sus ratos de soledad voluntaria. Otras la imagina una viuda añorante y nostálgica que acude a rodearse de vida para olvidar la ausencia de aquel a quién amó y recordar la vida que se le está yendo. Él le inventa pasados y presentes pero nunca se ha atrevido a cruzar con ella más que un “buenas tardes” apenas murmurado.
Le gustaría compartir esas tardes con ella pero por timidez o por no romper la magia de lo desconocido o por simple pereza, nunca se ha animado a hacerlo.
Y así, sigue, cada día, sin faltar ni uno, acudiendo al mismo parque, sentándose en el mismo banco frente a ella y contemplándola en silencio.
Y siguió yendo incluso cuando ella dejó de acudir.

Cada día, sin faltar ni uno, esperando que ella regresara con su andar lento, su libro y su tierna mirada.