
No sé de dónde salió la idea.
Desconozco si fue algún grupo ecologista o algún líder ideológico o algún grupo político. No, no sé de quién o de dónde surgió la idea; sólo sé que se propagó como un reguero de pólvora.
Supongo que era el momento adecuado para que calara. El mundo se había instalado en la desesperanza, la humanidad parecía incapaz de encontrar nada amable y respetable en ella misma. El género humano se había transformado en un enfermo de depresión. El mensaje de que éramos la especie más vil, egoísta y destructiva que jamás hubiera evolucionado sobre la faz del planeta había arraigado de tal forma que no nos quedaba ni brizna de amor hacia nosotros mismos y a nuestras obras. Ni amor, ni orgullo.
Nos sentíamos como el peor cáncer que jamás hubiera existido.
Así que cuando alguien dijo:
- Si queremos arreglar lo que nuestra especie estropeó. Si queremos que el planeta vuelva a ser un lugar limpio. Si queremos salvar a las especies que estamos extinguiendo. Si, de verdad, queremos salvar la Tierra, el ser humano debe desaparecer.
Nadie lo puso en duda. Absolutamente nadie.

Primero fue una idea de moda. Una pose de algunos esnobs.
Luego la idea fue tomando forma y arraigando en la mente de todos.
Tras un tiempo, pasó a convertirse en una propuesta política e ideológica. Se llevó a los parlamentos. Se debatió en la O.N.U. La idea de acabar con todos los seres humanos dejó de ser vista como algo horrible y pasó a ser una idea aceptable y hasta apetecible.
Se aceptó como un hecho que nuestro destino como especie era el suicidio colectivo y terapéutico.
El último paso era discutir la forma en que ese suicidio debía ser llevado a cabo. Se descartaron las soluciones violentas - bombas ya fueran atómicas o de otro tipo - porque resultaban perjudiciales para el medio ambiente y porque, además, siempre quedaba la posibilidad de que alguien sobreviviera. También se descartaron las soluciones químicas o la propagación de enfermedades porque podían acabar afectando al mundo animal o vegetal.
Finalmente, y tras largas deliberaciones, ganó la opción de la esterilización inmediata, obligatoria y masiva.
Y así se hizo. Hombres, mujeres y niños fueron esterilizados. Sin excepción.
Yo fui de los últimos en nacer y puede que sea el último en morir, aunque eso es difícil de saber en un mundo sin comunicaciones.

He visto a la civilización morir de inanición: sin ciudades, sin tecnología, sin cultura, sin niños, todo se iba convirtiendo en escombros y ruinas. Los pocos humanos que, hasta hace poco, me acompañaban - unos cuantos ancianos decrépitos y desesperanzados - han ido muriendo uno tras otro.
La naturaleza va recuperando lo que le habíamos robado. Los animales campan a sus anchas en las grandes avenidas y han convertido los edificios en guaridas y campos de caza.
Y ahora que todo está a punto de acabar.
Ahora que el ser humano va a desaparecer para siempre.
Ahora que todo está cumplido, me pregunto si de verdad éramos tan malos. Me pregunto si otra especie, en nuestro lugar, habría actuado de forma diferente.
Ahora que no hay remedio yo, el último homo sapiens, maldigo la estupidez de quienes nos hicieron creer que éramos sólo inmundicia y nos cegaron a la bueno y bello de nosotros mismos.

Estoy agonizando, y la humanidad entera agoniza conmigo. Y ambos, la humanidad y yo, moriremos maldiciendo a quienes creyeron esa estúpida mentira y añorando el futuro que nos negaron.