El anciano arrastró su viejo cuerpo al interior del templo, llevaba en sus manos artítricas un pequeño cesto con fruta y pan, su ofrenda diaria para el dios. La depositó con cuidado a los pies de la enorme escultura, se inclinó ante ella con dificultad y se dirigió, como cada día al dios para rogarle que le concediera la muerte. Tras más de cuatrocientos años, su único deseo era el descanso que el dios no le permitía.
El dios lo miraba con conmiseración, pero no la suficiente como para permitir morir al único creyente que le quedaba en el mundo. Al contrario que el viejo, él no quería morir.
El viejo se retiró afligido.
Al día siguiente traería otra ofrenda.
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