La invasión comenzó en Navidad. De manera tan sutil y silenciosa que nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Fue una invasión imposible de prever y de la que, en consecuencia, fue imposible defenderse.
No hubo una gran flota invasora con millares de naves descendiendo del espacio hacia nuestros hogares.
No aparecieron ciclópeas naves nodriza oscureciendo el cielo de las principales ciudades del planeta.
Por no haber, no hubo ni declaración de guerra, ni un discurso de “estamos aquí”, ni siquiera un mal “encuentro en la tercera fase” en el que se solicitara ver a nuestro líder.
Nada.
Sólo aquellas minúsculas, frágiles, brillantes y coloridas bolas colgando de todos y cada uno de los árboles de Navidad instalados por todo el mundo.
Para Nochebuena el despliegue había concluido.
En la mañana de Navidad, las familias reunidas junto al árbol contemplaron como sus esféricos adornos emprendían el vuelo, titilando delicadamente y, delicadamente, comenzaban a lanzar rayos aturdidores.
Antes del 31, todos los gobiernos se habían rendido.
Desde entonces todo el mundo odia la Navidad.
No es que quiera sentirme ni más ni menos que nadie, pero odio la navidad desde antes de la invasión.
ResponderEliminarAhora todos saben que tenía mis razones para ello.
Saludos,
J.
Es evidente que tu odio a estas fechas era, sin duda, visionario :D
Eliminar