Publicado en el libro de relatos "
En el laberinto del laurel" editado por el Ayuntamiento de Murcia y la Asociación Yo Nemanílica.
Lo veo cada día en el parque, en su
silla, con ese curioso aspecto de astronauta perdido en un mundo
desconocido. Rodeado siempre de su familia. que orbita en torno a él,
tres planetas perfectamente sincronizados, nunca demasiado lejos.
Llama la atención. Es inevitable.
Veo los ojos moverse a su paso, veo
cejas que se alzan, ceños que se fruncen.
Veo miradas huidizas, miradas de
reojo, pupilas escondidas tras las enormes y oscuras lentes de unas
gafas de sol. Ojos que miran sin querer ver y fingiendo que no miran.
Veo miradas de pena, alguna de
curiosidad y otras, las menos, de burla y desprecio. Veo tantos tipos
de miradas como tipos de personas existen en este mundo nuestro.
Advierto los codazos que quieren ser
disimulados, las llamadas de atención disfrazadas, los dedos que
señalan con descaro, las cabezas que se giran con cuidada
discreción. La mayoría de las personas intentan fingir que no
observan, en cambio los niños carecen aún de filtros diplomáticos
y miran sin reparos, los más pequeños se acercan, valientes,
mientras sus madres corren azoradas a apartarlos pidiendo
balbuceantes disculpas. Algunos otros, una minoría mal educada y de
escasa empatía, curiosean sin el menor rastro de vergüenza.
Yo también miro, lo hago todos los
días desde hace varios meses.
Lo miro a él, que parece tan frágil,
sus brillantes ojos llenos de inteligencia y tan llenos de curiosidad
como los míos, absorbiendo la vida que se mueve a su alrededor como
una pequeña esponja. Miro a sus padres, sus miradas preocupadas y
llenas de amor, sus rostros agotados, sus automatizados pero
cariñosos cuidados cotidianos.
Mis ojos se mueven, se apartan de
ellos, los observados, los vigilados, y vuelven a mirar a quienes
les miran, los observadores, los vigilantes, sus caras de
desconcierto, de pena o de curiosidad. En algunos rostros llego a
ver, incluso, las tres miradas alternándose en rapidísima sucesión.
Observar, para mí, es un acto
compulsivo, casi instintivo, necesito mirar, contemplar, diseccionar
y luego plasmar por escrito todo cuanto veo y siento. Son mis ojos
quienes me ayudan a entender el mundo, los que me ayudan a captar la
esencia, las herramientas con las que intento indagar y aprehender.
Por eso, mis ojos, espías e intrusos, les siguen y escrutan hasta
sus menores movimientos. Sin maldad, pero con mucha curiosidad.

Ellos saben que les miro, que les
miramos. Se saben observados, son conscientes de que nuestras pupilas
se clavan en él, en su silla, en los cables que le rodean como
tentáculos de plástico. Saben lo que pensamos, lo que sentimos, lo
que callamos, lo que quisiéramos preguntar y no preguntamos, saben
todo eso y lo soportan con estoica paciencia. ¿Qué otra cosa pueden
hacer? ¿Enfrentarse a los mirones? ¿Recriminarles? ¿Ocultarse? No
les queda otra que aguantar e intentar ignorar esas miradas. Duelen,
por supuesto que duelen, pero cosas más dolorosas que esas soportan
a diario y ahí siguen, luchando.
Pasé días y días mirando,
contemplando, observando y anotando hasta el más mínimo detalle
mientras en mi interior se libraba una durísima batalla entre mi
curiosidad y mi pudor. Finalmente las ganas de saber más vencieron a
mi vergüenza y me acerqué a ellos, despacio, con timidez de
adolescente, avergonzado de invadir su intimidad pero arrastrado sin
remedio por mi insaciable sed de saber.
Y entonces fueron ellos quienes me
miraron, sus ojos sorprendidos, inquisitivos, intrigados. ¿Quién
eres?, preguntaban sus miradas, ¿qué quieres?, ¿qué buscas?, ¿por
qué quieres robar nuestro tiempo? Atravesado por esas miradas llegué
hasta ellos con la sonrisa del que sabe que molesta y, con voz ronca,
hice la pregunta que todos quieren hacer pero que no tienen la
suficiente valentía para lanzarla al aire en alta voz.
Y ellos, dirigiendo una mirada amorosa
al pequeño y una mirada tentativa a este molesto intruso,
dubitativos ante mis posibles intenciones, me respondieron con un
nombre hasta ese momento desconocido para mí, un nombre que les hice
repetir media docena de veces antes de poder entenderlo. Probé a
decirlo y mi lengua se enredó, tropezó, se hizo un nudo con esas
dos palabras y sus diecinueve letras.
Ellos me observaban, divertidos, con
una pequeña chispa de guasa en sus ojos. Yo tampoco pude evitar una
sonrisa ante mi torpeza.
Debí repetir la palabra varias veces
hasta que mi boca logró decirla sin atascos ni tartamudeos.
-Miopatía ne-ma-lí-ni-ca -pronuncié
la segunda palabra muy despacio para no volver a trastabillar entre
sus letras. Nunca había oído hablar de esa enfermedad, así que
seguí con mi impertinente interrogatorio. Tenía que saber. Quería
aprehender todo cuanto pudiera en ese pequeño intervalo temporal que
me estaban concediendo tan amablemente.
Ellos, con la mirada resignada y
cansada de quien ha repetido la historia decenas de veces, me
contaron todo. La ilusión de la espera, el dolor del descubrimiento,
la confusión, el duro aprendizaje diario, la lucha cotidiana.
Avanzando lentamente, paso a paso pero sin descanso.
Su historia me conmovió como pocas lo
habían hecho, el corazón se me encogió un poquito de pena por lo
sufrido y se me ensanchó otro poco de admiración por su lucha
silenciosa, por su guerra sin épica, por sus batallas sin gloria,
por el amor que entregan y el que reciben a raudales.
Esos desconocidos a los que invadí
con mi impertinente curiosidad fueron creciendo ante mis ojos hasta
transformarse en héroes. Sin medallas. Sin oropeles. Sin pompa. Sin
fatuidad. Sin vacuos discursos ni grandes desfiles. Héroes de los de
verdad. Héroes con el gran pequeño valor cotidiano, héroes de la
lucha diaria y callada. Esos pequeños héroes que nadie ve ni
quiere ver.
Desde ese día mi mirada cambió.
Sigue siendo curiosa porque mi curiosidad nunca se sacia y siempre
hay algo más que quiere saber, pero ahora mis ojos, además de
mirar, comprenden y reconocen.
Miro a los que pasan a su lado. Busco
sus ojos y miro sus miradas. Y pienso, porque además de mirar
pienso, que no es malo el mirar, que lo malo es el no ver, el no
reconocer, el no meditar sobre aquello que se ve y que no se conoce,
el no inquirir y buscar y entender...
Lo malo es taparse los ojos por no
ver.
Lo malo es ignorar lo que se ve.
Hacer visible es conocer, conocer es
entender y entender puede ser el primer paso para ayudar.
Yo sigo mirando porque ya no puedo no
mirar.
Sigo viendo porque ya no puedo no
ver.
Sigo aprendiendo porque ya no puedo
no aprender.
Sigo esperando el momento en que
seamos muchos los que reconozcamos lo que vemos y que la lengua no se
nos haga un nudo cuando intentemos pronunciar esa palabra tan
difícil: ne-ma-lí-ni-ca.