Si su cerebro hubiera sido capaz de retener más de una idea, Edmumdo habría sacudido la tierra que se acumulaba sobre él, especialmente en hombros, cabeza y zapatos, pero su atrofiado órgano de pensar sólo permitía espacio para una única y fija idea. Justo la idea que lo había hecho moverse.
Igualmente, si su cerebro hubiera sido capaz de soportar otra idea, sólo una más, Edmundo se habría dado cuenta de que olía a jardín recién abonado, que sus ropas no eran precisamente un dechado de elegancia y que su aspecto, en general y siendo muy amable, era lastimoso. Pero, como ya se ha dicho no hace mucho, Edmundo sólo tenía capacidad para retener una única idea. Justo la que lo mantenía en movimiento.
Y esta única, intensa y fija idea era que tenía que llegar a casa lo antes posible para celebrar San Valentín con su esposa y cumplir la promesa que le había hecho tantos años antes, cuando aún se ahogaban en el brillante mar del enamoramiento reciente y podía soltar esas grandilocuencias sin morir de risa:
-No volverás a pasar ningún San Valentín sola, te lo prometo -le dijo, mirándola con intensidad de miope.
Y así había sido desde entonces y así iba a seguir siendo, porque Edmundo, hombre de palabra, no iba a permitir que aquel estúpido e inoportuno incidente le impidiera estar con su esposa en fecha tan señalada.
Por eso avanzaba, flores en mano y mirada al frente, decidido y firme a pesar de que las piernas no le respondían como debieran, a pesar de que fuera tan lento que hasta los caracoles le adelantaban, a pesar de los coches que se veían obligados a frenar a escasos metros de su cuerpo porque Edmundo no frenaba ni ante los semáforos en rojo, y a pesar de las miradas de susto de los transeúntes que con él se cruzaban y que se apartaban de su camino con una mirada mitad asombro, mitad miedo, sentimiento este último que Edmundo, de no tener su cerebro ocupado por una solitaria idea, habría encontrado divertido e incomprensible ya que siempre se había considerado como un ser pacífico e incapaz de matar ni tan siquiera a una de las moscas que hacía rato zangaloteaban en torno a él.
Tras haberse caído cinco veces, haber perdido el rumbo otras tantas, ser casi atropellado por dos motos, cinco coches, tres camiones, una bicicleta y un cochecito de bebé, Edmundo llegó a su edificio y subió lenta, muy lentamente, los seis pisos que lo separaban de su hogar. Sí, ya sabemos que habría sido mucho más cómodo y más rápido utilizar el ascensor pero ya hemos dicho que el cerebro de Edmundo no tenía espacio más que para un único y escuálido pensamiento, de modo que ni tan siquiera dirigió una mirada al hueco donde el aparato bostezaba.
Quedó Edmundo perplejo ante las escaleras durante unos instantes, sin saber cómo iniciar la escalada pues sus rodillas parecían haber olvidado cómo doblarse. Cuando, finalmente, sus piernas y su cerebro se pusieron de acuerdo y Edmundo inició el ascenso, la noche ya había empezado a caer. Ya era hora de cenar cuando logró llegar a la sexta planta, cosa que Edmundo sabía por los rugidos de su vacío estómago aunque hasta ese momento, inmerso como estaba en su idea fija, no había sido consciente de ello.
Durante unos confusos instantes, igual que había ocurrido en la escalera, Edmundo no tuvo claro cómo llamar a la puerta pero tras una pequeña discusión con su brazo derecho, consiguió que este se alzara y diera tres sonoros golpes.
Instantes después unos rápidos pasos le indicaron que su esposa se aproximaba por el pasillo,nerviosa, como siempre que alguien tocaba a horas intempestivas.
La puerta se abrió unos centímetros. Los justos para dejar ver media cara y un ojo que, en pocos segundos pasó de la inquisición a la sorpresa y de la sorpresa al pánico para, por fin, quedarse en blanco y desaparecer junto con la cara y el resto del cuerpo que cayó pesadamente al suelo.
Edmundo empujó la puerta con suavidad, dejó a un lado la corona de flores muertas que llevaba entre las manos e, inclinando su rígido cuerpo, recogió del suelo a su inconsciente esposa. Al pasar junto al espejo del recibidor el hombre se detuvo a contemplar su imagen: ojos saltones, cabello escaso cubriendo un cráneo descarnado, medio rostro desaparecido, media sonrisa perenne, la nariz brillando por su ausencia, decenas de moscas zumbando a su alrededor... Había estado tan ensimismado en cumplir su promesa que no había pensado en lo que el maldito incidente de su muerte había hecho con su cuerpo. Normal que su mujer se hubiera desmayado.
Dejó suavemente a su mujer en el sofá, hizo un leve e inútil intento de mejorar su imagen sacudiendo sus ropas con movimientos torpes y alisando los cuatro mechones de pelo que aún le quedaban y se sentó intentando lanzar un hondo suspiro pese a su escasez pulmonar.
Edmundo se sentía satisfecho. Había cumplido su promesa. Era San Valentín y allí estaba, como cada año.
Esa única y fija idea le había llevado hasta aquel salón. pero ahora que lo había logrado otra, insidiosa, comenzaba a insinuarse más que en su casi inexistente cerebro, en su casi desaparecido estómago. Un hambre punzante, apremiante. insistente comenzaba a nublar los gramos de razón que aún lo ataban a la humanidad.
Edmundo contemplaba a su esposa, la olía.,. Si hubiera tenido saliva, habría babeado como un bebé.
Su estómago rugía.
San Valentín llegaba a su fin.
Una diminuta voz le empujaba a levantarse y salir de aquel piso pero el hambre gritaba mucho más.
Edmundo contemplaba a la mujer del sofá... Si hubiera tenido saliva, habría babeado como un bebé.
Su estómago exigía comida.
Edmundo se puso en pie, comenzó a girar hacia la puerta, un vago resto de amor y humanidad lo empujaban a irse de allí, pero un movimiento le hizo girarse de nuevo hacia el sofá.
Edmundo contempló a su presa...
Cualquier idea desapareció.
Su estómago le dio una orden... y Edmundo obedeció.
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ResponderEliminarUn solo pensamiento :)
ResponderEliminarPedro de Andrés: Y bueno, no le cabían más XD
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