La noche de otoño era plateada y calma. La luna dormitaba entre jirones de nubes y los árboles del bosque charlaban sin parar, agitándose levemente y dejando caer una mullida lluvia de hojas amarillas, rojas y marrones.
El viento, atraído por la agradable charla, se acercó al bosque a pasear entre los troncos, a peinar sus largos cabellos con las ramas y a bailar con las hojas caídas.
Los árboles se contaban historias pero, al ser árboles y pasar toda su vida en el mismo lugar, las historias que sabían eran pocas y las repetían tanto que ya ni emocionaban, ni divertían, ni entretenían.
Fue por eso que el más anciano de los ancianos árboles del anciano bosque, haciendo un esfuerzo, se dirigió al viento y le pidió una historia de alguno de los maravillosos y exóticos lugares que él tan bien conocía.
Y esta es la historia que narró el viento, que la escuchó de una brisa, a quien se la contó una galerna, que la oyó de un tornado que había nacido en un lugar varios sueños más allá del nuestro y el viento, en aquella noche de otoño, la dejó caer sobre el bosque y la hizo volar con las hojas mientras los árboles, atentos como niños, escuchaban y se mecían a su ritmo:
Ocurrió esto que voy a contar en un pequeño y distante reino, gobernado por un viejo rey. Este viejo rey gastó parte de su juventud en luchas internas y guerras externas hasta conseguir que su reino fuera un lugar de paz y prosperidad y, más tarde, gastó parte de su madurez en ganarse el respeto y el amor de sus súbditos.
Quedaron en tan duro camino leales y valientes guerreros, fieles amigos, duros enemigos y hasta algún amado hijo y quedó el alma del rey tan repleta de profundas heridas que pensó que nunca lograría sanar.
Apareció, por aquellos días, un pequeño y deforme bufón que, presentándose ante la corte, se ganó el favor de todos con sus cabriolas y sus bromas. Por vez primera tras años de luchas y tristezas, la risa entró entre los muros de aquel castillo e insufló nueva vida a los doloridos corazones, especialmente, en el muy quebrado del monarca.
A partir de aquella noche el bufón tuvo un lugar de privilegio en la vida cortesana, sus bufonadas se escuchaban noche y día haciendo lanzar carcajadas ruborosas a doncellas y jóvenes sirvientas, risitas disimuladas a las viejas ayas y estruendosas risotadas a caballeros, mozos y pajes. El buen humor resultó un bálsamo para tanto dolor añejo y tanto lacerante recuerdo.
El rey volvió a reír y, aunque no olvidó, aprendió a vivir con sus recuerdos.
En cambio, el bufón, aún en mitad de sus más hilarantes historias, aún en medio de sus más histriónicas bromas, aún rodeado de las más sonoras carcajadas, mantenía una expresión grave y un velo de negra tristeza cubría sus ojos. Era el bufón más divertido y, a su vez, el más triste que jamás haya existido.
Pasaron los años, el reino prosperaba, el reloj del tiempo desgranaba los días sin pausa, el bufón y el rey envejecían. Llegó el día en que la Muerte se sentó junto al lecho del monarca y éste, viendo llegado el momento de su marcha, llamó a aquel pequeño bufón que, con el tiempo, había llegado a convertirse en amigo y consejero.
Tras un rato de queda charla, alguna risa, muchos recuerdos y un sereno toque de tristeza, el rey dijo al bufón:
-Tantos años, amigo, tantos de hacernos reír, de sanar nuestras almas con tus gracias y tus cabriolas, tantos buenos consejos ocultos bajo frases ingeniosas, tantas horas dedicadas a aliviar nuestras penas y nunca has pedido más pago que la cama en la que duermes y la comida que comes en mi mesa... y nunca he entendido el por qué.
-No hay misterio alguno en esto, Majestad. Vine a este reino cargando el peso de mi propio dolor, con el alma negra de pena y el corazón herido de muerte. Haceros reír, curar vuestras heridas y la de vuestra corte, ha ayudado a sanar mis heridas. ¿Qué más pago podía desear que esas risas que me sanaban y, sobre todo, el afecto de su Majestad?
Quedó el rey en silencio y en silencio quedó el bufón.
Y callado quedó, también el bosque cuando el viento dio por finalizada la historia y, tras compartir un último baile con las hojas, marchó de allí.
El bosque meditó mucho sobre esta historia y la recordó durante mucho, mucho tiempo.
Y el viento, siempre viajero y mutable, llevó a otros lugares y a otros sueños la historia de un bosque que disfrutaba oyendo las historias que el viento trae y lleva.
No hay mejor msnera de calmar las penas que ayudando a otros. Un beso.
ResponderEliminarUn precioso cuento y, como los mejores cuentos, muy ilustrativo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Qué bonito cuento, Nanny, y mira que a mí no me gusta el viento… Le temo, pero no a este. No a este que nos trae esta historia que engrandece a quien la escribe y a quien la lee. Lo que hubiera dado yo por hacer reír al bufón.
ResponderEliminarBesos y abrazos
El mensaje es auténtico, una verdad como un templo. Por poner un pero, me gustaría leer un poco más de la vida de ese bufón triste. Un saludo.
ResponderEliminarSusana Moreno: Es, sin duda, una buena manera, en efecto :)
ResponderEliminarJosep: Muchas gracias :)
Mari Carmen: Pues a mí sí que me gusta el viento... mira qué historias me trae, como para no gustarme :)
Alex: Preguntaré al viento, a ver qué me cuenta para poder, a mi vez, contarlo :)