viernes, 6 de junio de 2014

Añoranza


En la habitación a oscuras, apenas iluminada por la parpadeante pantalla de un televisor sin sonido, el hombre, la mirada fija en las imágenes, bebe lentamente. En la pantalla un enorme sol amarillo va surgiendo lentamente tras un horizonte marino, tiñendo de dorado el cielo y las nubes. El hombre suspira y da otro trago a su bebida.
La suave luz del aparato ilumina las fotografías que llenan las paredes: espléndidos amaneceres, soleadas playas, cielos brillantemente iluminados, soles cegadores. Todas las imágenes hablan de luz, se recrean en la luz, transmiten luz pero son incapaces de traspasar e iluminar la oscuridad del recinto.
Sin dejar de mirar el amanecer en el televisor, el hombre se sirve otra copa e intenta recordar cuando fue la última vez que contempló un amanecer en vivo o que paseó por una playa o que abandonó la oscuridad nocturna para pasear bajo la luz del sol pero no lo logra. Se pregunta, sin abandonar su bebida, ni apartar la mirada del aparato de televisión, cómo era aquello de sentir el calor del sol sobre la piel, entrecerrar los ojos a causa de la intensa luminosidad del astro rey, sentarse bajo aquella luz a contemplar el mundo pero no consigue convocar más que una sombra de un lejano y vago recuerdo. Hace mucho tiempo de todo eso, demasiado.
El hombre mira la pantalla, añorante, nostálgico de esa luz que apenas recuerda, de ese calor que no consigue evocar.
Tal vez, algún día salga a la mañana o deje que la luz solar invada todo y expulse a la oscuridad en que vive.
Tal vez.
Algún día.
Pero no aún.
El hombre sigue contemplando el amanecer en la pequeña pantalla del televisor, odiando la oscuridad, añorando la luz y bebiendo copa tras copa de sangre.

 

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