La gélida tarde en que su madre le contó el temible secreto, Akane anotó en su cuaderno de tapas azules: “Hoy mamá me contó un secreto, un secreto negro, apestoso y amargo. Un secreto que me ha hecho llorar mucho.”
El día siguiente lo pasó Akane debatiendo consigo misma qué hacer con aquel secreto que era demasiado grande para ella. Y anotó en su pequeño cuaderno: “No sé qué hacer con este secreto, me da mucho miedo. Debería contárselo a alguien pero se supone que no debo contar los secretos aunque sean tan feos como este”.
Finalmente, el segundo día tras la confesión materna, trajo a Akane la solución al dilema y así lo anotó en su cuaderno azul: “Ya sé qué hacer con el secreto de mamá. Voy a esconderlo dentro de una historia que sólo se podrá leer ante un espejo. Luego meteré la historia en una botella y le pediré a Katsuo que me lleve a dar un paseo en su barca. Cuando estemos lejos de la costa lanzaré la botella al mar. Así me libraré del secreto de mamá para siempre. De este modo, compartiré el secreto con alguien pero no se lo habré contado a nadie”.
Dos meses más tarde, la madre de Akane, arrastrada por el tifón de una pena incógnita e insondable, danzó sobre sus delicados pies hasta el cercano océano y hundió en él su cuerpo y su tristeza.
Y Akane, igual que hiciera con el secreto materno, tomó su dolor, lo metió en una botella y lo arrojó al mar del olvido.
Esa fue, desde entonces, su manera de enfrentar el dolor: esconderlo, ahogarlo, negarlo como si no existiera, aplastarlo antes de que tuviera tiempo de aflorar. Su jovialidad era el tapón que usaba para mantener dentro de su corazón la tristeza acumulada durante décadas.
Muchos años habían transcurrido desde el suicidio de su madre. Akane pasaba unos meses en Inglaterra, en la casa de un viejo amigo y en compañía de otros escritores. Se encontraba a gusto en el lugar, la mansión era agradable, los otros huéspedes encantadores, el paisaje extraordinario, todo, en fin, ayudaba a hacerla sentir serena y en paz.
Una mañana, paseando por la playa cercana, sintiendo la fría caricia de las olas en sus pies descalzos, Akane descubrió, encallada en la arena, una vieja botella. Otro día cualquiera habría pasado de largo sin mirarla dos veces pero ese día, no, ese día sintió el impulso de acercarse a ella y recogerla.
Dentro de la botella había un mensaje. Akane la abrió y extrajo el papel. Lo desdobló con el corazón redoblando en su pecho, lo leyó con la respiración agitada y, finalmente, se derrumbó en la arena transida de dolor y anegada de recuerdos. Tras años de viajar por el amplio océano, aquella botella había vuelto, increíblemente, a sus manos en un país que distaba miles de kilómetros del suyo.
No necesitó buscar ningún espejo para saber lo que allí se decía porque lo recordó todo, palabra por palabra.
Y en aquella playa, tan lejos en el tiempo de aquella niña, tan lejos en el espacio de sus recuerdos, Akane, por fin, recordó el temible secreto que su madre le había contado, derramó todas las lágrimas acumuladas y limpió todo el dolor escondido dentro de su corazón.
Bellísimo dentro de su tristeza querida Nanny....Ese dolor que nos ocultamos como podemos a nosotros mismos....Un beso
ResponderEliminarWinnieO Si sirve para paliar la tristeza, Akane se transforma en una mujer mucho más alegre que la que su infancia presagia, Winnie :)
ResponderEliminarEl dolor como las heridas hay que curarlo o si no se infecta. Un beso.
ResponderEliminarSusana: Efectivamente, hay que dejarlo salir y no esconderlo para que sane.
ResponderEliminarprecioso, precioso, precioso...
ResponderEliminarun cuento con un mensje precioso (me repito a propósito, obviamente, para recalcarte que me ha encantado el relato)
conseguiste la sutileza japonesa, la sensibilidad.
biquiños.
Aldabra: Gracias, gracias, gracias... Yo me repito para recalcar cuanto agradezco tus palabras ;), especialmente eso de que conseguí la sutileza japonesa :)
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