
La sonriente anciana se había ganado la consideración de todos no sólo por su longeva edad o por su sapiencia vital y su sentido común sino porque, además, era la persona que más sabía acerca de las brujas y de las diferentes formas de protegerse contra ellas. Y eso, en una comarca por la que corrían cientos de historias sobre hechizos, males de ojo, maldiciones, hechizos y demás -al parecer, y de manera inexplicable, esas tierras producían más brujas que productos agrícolas y ganaderos; vamos, que si las brujas se pudieran exportar esta habría sido, sin duda, la región más rica del país- añadía un plus de sabiduría y poder imposibles de superar.

Si en una granja moría algún animal de forma aparentemente inexplicable, o si la cosecha sufría algún contratiempo supuestamente incomprensible, o si algún miembro de la familia caía enfermo de manera, al parecer, misteriosa y repentina, la culpa, obviamente, la tenían las brujas y la solución, obviamente, la tenía la señora Engracia que acudía rauda, y sonriente, en ayuda de quien fuera.
¡Qué no sabría doña Engracia de ahuyentar brujas y reparar maldiciones diversas! Olía tanto a ajo que era fácil localizarla por el aroma de este bulbo -que, dicen, aleja a las brujas... y, añado, también a cualquier ser humano con olfato- antes de verla llegar con sus ropas -siempre del revés que eso también espanta brujas- y portando en sus bolsillos algún clavo oxidado y una herradura, siempre murmurando rezados y conjuros protectores.

Entrar en su casa era como entrar en un atiborrado puesto de productos esotéricos. Ristras de ajos colgaban de paredes y salientes, la sal blanqueaba las esquinas, junto a la puerta relucían unas tijeras abiertas, bajo el alfeizar de cada ventana se ocultaba un cuchillo, dos agujas formando una cruz habían sido clavadas en el umbral de la puerta. Imágenes de santos e ídolos paganos llenaban mesas, aparadores, armarios y estanterías. En fin, que aquella casa era un abigarrado batiburrillo de cualquier elemento que sirviera para rechazar a las brujas y al mal que ellas traen consigo: amuletos, talismanes y fetiches de diversas culturas y lugares del mundo se mezclaban desordenadamente por todos los rincones del hogar de doña Engracia... y de su sonriente persona.
No era extraño, pues, que fuera ella la máxima autoridad en el asunto, que a ella acudiera todo el pueblo en busca de ayuda o consejo, y que fuera la única persona con libre y completo acceso a cualquier casa de la población. Ella, doña Engracia, era el único ser humano capaz de enfrentarse a aquello que aterraba a sus vecinos, y salir en noches de aquelarre para vigilar los caminos de entrada al pueblo.

Y todo lo hacía con esa gran sonrisa en los labios. Esa enorme, perenne y misteriosa sonrisa...
¿Y por qué sonreía tanto doña Engracia?
Bueno, quizás sonreía porque se sentía muy querida por sus vecinos.
Pudiera ser.
Quizás sonreía por saberse respetada.
Es posible.
Quizás su sonrisa era de pura amabilidad y de pura generosidad.
Es bastante creíble.
Quizás era su forma de transmitir confianza a sus convecinos.

Pudiera ser una teoría admisible.
Cualquiera de esas podría ser una buena explicación... si no conocías la realidad.
Y la realidad era que aquella sonrisa era la sonrisa del estafador ante su víctima, la sonrisa del lobo que se ha colado en un rebaño de ovejas.
O, dicho con mayor claridad, la sonrisa de la señora Engracia era la sonrisa de la bruja que ha conseguido engañar a toda una comarca durante toda una vida. Una bruja que se ha librado de toda competencia y que campea a sus anchas por casas y predios, haciendo y deshaciendo a su antojo; siendo, de facto, la máxima autoridad en kilómetros a la redonda.

Era, en fin, la enorme, perenne, misteriosa sonrisa de la bruja más feliz que jamás haya existido.