Aunque vivir como un serial killer resulta sumamente complicado, Amaranto Ruidobro lo había logrado sin demasiados problemas. Nadie, ni familia, ni amigos, ni vecinos, habría sospechado jamás que su gran afición era torturar y matar lentamente a otros seres humanos y en lo que se refiere al cuerpo de policía si alguien hubiera acudido a ellos sosteniendo la idea de que en la ciudad habitaba un psicópata de los más peligrosos y activos, habrían pensado que estaban ante un conspiranoico con mucho tiempo libre.
Y es que Amaranto, a diferencia de otros serial killers, ni mataba siempre de la misma forma ni elegía siempre al mismo tipo de víctima. Ambas cosas variaban constantemente. Era, además, extremadamente cuidadoso, no dejando nunca ni la más mínima huella ni el menor rastro.
Nunca había tenido un fallo... hasta que lo tuvo, claro.
Todo comenzó de la forma habitual, escogiendo a su víctima. Salió a la calle una mañana dispuesto a encontrar una presa fácil y elegida al azar, como siempre. En esta ocasión la “afortunada” fue una ancianita que se le coló en el autobús(1).
La siguió hasta su casa. Aprendió sus costumbres. Consiguió una copia de sus llaves. Planeó cada movimiento con sumo cuidado y, cuando lo tuvo todo bajo control, atacó.
Era una noche sin luna. Todo estaba en silencio. Supuso que su presa ya estaría en la cama. Entró sigilosamente dejando sus “herramientas de trabajo” a un lado de la puerta de entrada. No llevó nada consigo, ni tan siquiera el anestésico que utilizaba habitualmente pues estaba convencido de que hallaría a su víctima profundamente dormida. Tan sólo tomó una cuerda para poder atarla a la misma cama en la que esperaba encontrarla.
Amaranto entró lentamente en el saloncito. Ayudado por la luz procedente de las farolas de la calle comenzó a dirigirse hacia el pequeño dormitorio.
Un paso. Dos pasos. Casi tropieza con el sillón. Otro paso. Cada vez más cerca de la puerta. El silencio sólo era roto por un antiguo reloj que desgranaba pesadamente los minutos.
Otro paso más y...
¡Zas! Amaranto cayó al suelo como un saco.
Al despertar conservaba aún la cuerda pero atada en torno a sus brazos y piernas.

Su víctima, la pequeña ancianita, se encontraba frente a él, haciendo calceta y rodeada por una media docena de amigas. La visión era terrorífica(2)
y Amaranto, el gran serial killer, causante del terror de docenas de seres humanos, tembló de miedo.
Y, durante las semanas que duró su cautiverio, descubrió que tenía razones sobradas para ello.
Las ancianitas se turnaban para torturarle. Y eran torturas realmente inhumanas.
Le contaron cientos de anécdotas de juventud. Le enseñaron miles de fotografías en sepia. Le hablaron todas de sus difuntos maridos, de sus ausentes hijos, de sus amados padres y hermanos. Le hicieron jerseys, chaquetas, calcetines, guantes, bufandas, gorros de lana de todos los colores, formas y tamaños. Cubrieron la habitación donde lo mantenían encerrado con tapetes: tapetes en la cama, tapetes en la silla, tapetes para la mesa, tapetes, tapetes, docenas de tapetes. Le obligaron a beber litros y litros de té y a comer kilos de pastitas. Lo engordaron a base de caldos, guisos, asados... Oh, sí, lo torturaron de todas esas sutiles y temibles maneras en que son capaces de torturar las “dulces abuelitas”.
Un día, por fin, se aburrieron y lo dejaron en libertad.
Desde entonces, Amaranto dejó de ser el mismo. Dejó su ciudad. Dejó su país. Dejó de dormir tranquilo. Dejó de torturar y de matar. Y, sobre todo, desarrolló una incontrolable y -para su familia- sorprendente fobia hacia las ancianas.
(1) A la “sutil” manera en que las ancianitas suelen hacerlo, es decir, hincando fuertemente su codo en las costillas del individuo a adelantar y empujándolo con sus -supuestas- escasas fuerzas. En lugar del codo suele usarse también: pisotón en dolorido callo, golpe con bastón/paraguas y, si nada de esto funciona, la más terrible de todas las armas: miradas, insinuaciones de mala educación y, en casos extremos, el chantaje emocional descarado.
(2) Siete “dulces ancianitas”, todas con vestidos floreados, todas con sus pequeños chales de lana, todas con sus apretados y blancos moños, todas haciendo calceta... Esa es una imagen que ocuparía el número 1 en el ranking de las pesadillas más terroríficas.
P.S.: Muchísimas gracias a todos por las felicitaciones... si hasta ha comentado hasta algunos que yo creí que ya ni me leían :) Muchas, muchísimas gracias por estar ahí...