
Es una viejilla consumida y diminuta, más huesos que pellejo, sin un gramo de grasa que ocupe el espacio entre sus huesos y su piel. Su cara, llena de arrugas profundas como barrancos, parece haber olvidado el arte de la sonrisa y de su boca desdentada tan sólo sale una especie de graznidos que, con dificultad, pueden ser interpretados como palabras.
La minúscula anciana se sienta cada día a la puerta de su casa, justo a la entrada del pueblo y su vieja cara es la primera que se encuentra cualquier forastero al llegar. Ella los detiene en su camino y, tras observarles detenidamente con sus ojos casi ciegos, chasquea la lengua disgustada al no encontrar la cara que ansía y se lanza a preguntar por su hijo ¿le has visto?, pregunta, ¿sabes dónde está?, inquiere, ¿le conoces? y, tras la negativa del forastero, la anciana vuelve lentamente hacia su silla y allí se sienta, canturreando y meciéndose, a la espera del siguiente forastero.

El extranjero así observado e interrogado, es natural, no tarda en preguntar en el pueblo por la curiosa viejecilla y los del pueblo, es natural, no tardan en contar, complacidos, la historia de “la abuela de las abuelas”.
Cuentan que, cuando la “abuela de las abuelas” era aún una mujer joven y llena de energía -allá en la época en que el mundo era casi recién nacido-, tenía un hijo listo pero perezoso, cariñoso pero en exceso cachazudo. Tan parsimonioso e indolente que su madre, entre risas, siempre le decía:

-Hijo, el día que me llegue mi hora te enviaré a ti en busca de la muerte.
Y así ocurrió que, llegado el momento, la “abuela de las abuelas”, sintiendo cercana su hora, dijo a su hijo -haciendo gala de su buen sentido del humor- que, teniendo en cuenta lo que se demoraba en sus quehaceres, mejor que saliera ya en busca de la muerte si es quería que esta llegara a tiempo.
El hijo, poco ducho en distinguir bromas de cosas serias, tomó el encargo al pie de la letra y allá que se fue, a buscar a la muerte. Llegados a este punto los vecinos del pueblo hacen una pequeña pausa, suspiran y añaden con apenas un susurro: de eso hace ya màs de mil años. Cuentan que el hijo aún sigue recorriendo el mundo, con su habitual parsimonia, buscando a la Parca sin pausa pero sin ninguna prisa y hay quien incluso asegura viaja en compañía del “Judío errante” o que ha llegado a embarcar en el barco fantamas del otro errante holandés.

Mientras la “abuela de las abuelas”, espera cada día, desde hace mil años, sentada a la puerta de su casa la llegada de ambos para poder, al fin, descansar.
Los forasteros, es natural, no se creen semejante historia. Suponen, es normal, que los habitantes del pueblo intentan reírse del viajero ingenuo o, si es de esas personas que siempre piensan bien, que intentan hacerle pasar un rato entretenido con una leyenda absurda. Pero, se la crean o no se la crean, todos y cada uno de ellos, al partir del pueblo, se despiden de la consumida anciana y le prometen buscar a su hijo y apremiarle para que retorne pronto al lado de su madre.