Enajenación
Loco por gusto.
Loco porque sí.
Probó todos los tipos de locura y se dedicó a ellas con entusiasmo.
Disfrutó cada obsesión, cada alucinación, cada descenso a la depresión, cada escalada hacia la euforia.
Discutió con voces fantasmales, persiguió espectros imaginarios, se escondió de enemigos ficticios, cantó a gritos, lloró a murmullos, se enamoró de la luna, odió los ojos verdes...
Nadando en las peligrosas y frías aguas de la demencia, explorando la locura, dejándose arrastrar por la enajenación, se sintió libre, vivo, más persona, menos robot.
Pero llegó el momento en que, confuso, se percató que tan sólo quedaba una insania más a la que dedicarse.
La última.
Y entonces, con pasión y ardor, se sumergió en la cordura más absoluta.
El cuadro

Berta sabía que era una tontería, que no pasaba nada si se veía obligada a torcer el cuello para ver la imagen, que ni siquiera tenía por qué mirarlo, que no se iba a acabar el mundo por aquello pero no podía evitarlo: aquel asunto la estaba volviendo loca de frustración.
El asunto ya se había vuelto personal. Una guerra entre el cuadro y ella...y estaba claro que iba ganando el cuadro.
Los empleados de Berta contemplaban esa guerra desde lejos, algo asombrados, un tanto divertidos y bastante preocupados por aquella monomanía que tenía a su jefa enajenada. Alguien, más asustado que los demás, había intentado hacerlo desaparecer pero no había funcionado, Berta se puso furiosa y exigió el retorno del dichoso cuadro a su lugar para seguir en su lucha por mantenerlo recto.
Lo mejor, lo sabían todos, era decirle la verdad a Berta. Ese era el único modo de poner fin a esa guerra absurda.
Sólo quedaba por dilucidar quién era el valiente que le decía a la jefa que aquel cuadro estaba perfectamente alineado y que, por mucho que lo intentara, la Torre de Pisa iba a seguir torcida.