La tarde en la tasca del puerto transcurre tranquila y
quieta como la mar en un día de calma chicha.
Unos parroquianos juegan al dominó en la mesa del
rincón y Secundino, con su eterno cigarrillo entre los labios,
contempla la partida con aire ausente mientras se toma su segundo
vaso de ron. Su mujer y su médico habían intentado en varias
ocasiones que dejase el tabaco y el alcohol pero él siempre se había
negado:
-Tengo ochenta y dos años -decía cada vez que le
mentaban el tema- y aquí no me voy a quedar para siempre. Así que,
que pa’ lo que me queda en el convento...
Y seguía con su tabaco negro, sus copas de ron y
comiendo de todo lo que se le antojaba porque a Secundino Ariza nadie
le decía cómo debía vivir o morir, faltaría más...
El sonido de una pieza puesta bruscamente sobre la mesa
lo saca de su ensimismamiento, en la mesa los jugadores ríen a
carcajadas de algún chiste que, a pesar de haber sido contado mil
veces, sigue siendo recibido con las mismas risas de la vez primera.
Secundino pide otra copa a Romualdo con el que intercambia dos o tres
puyas amables e intenta centrar su atención en la partida, pero
transcurre tan aburrida que, al poco rato, Secundino vuelve a estar
sumido en sus pensamientos.
Cuanto más viejo se hacía uno, más se empeñaba el
mundo en quitarte todo lo bueno. Ahora era el tabaco y el alcohol
pero lo primero -y más importante- que le quitaron fue el mar porque
alguien decidió que ya era demasiado viejo para seguir navegando y
que estaría mejor en tierra. ¡Viejo! ¡Ja! Cuando lo dejaron en
secano aún estaba fuerte como un toro, podía haber seguido
navegando muchos años más, hasta su muerte si se lo hubieran
permitido. Pero no señor, alguien, allá tierra adentro, había
dicho que era muy viejo y que había que jubilarlo. Y Secundino
no tuvo más remedio que quedarse en tierra.
Estaba en el puerto el día que el barco -su barco-
volvía a hacerse a la mar sin tenerlo a él a bordo. Se despidió
del capitán y de todos sus compañeros, con el cigarrillo apagado
entre los labios y con la gorra echada sobre los ojos en un intento
de ocultar las lágrimas que pugnaban por escapar. Luego, viendo como
se alejaba el buque en el que había pasado tantos años, se sentó
en un noray y comenzó a llorar.
El mar había sido su vida y sin él no sabía qué
rumbo seguir. Había perdido su punto de referencia, su centro de
gravedad y desde entonces no hubo modo de encontrar algo que le
ayudara a no caer.
-¡Secundino, que te duermes hombre!
Dice Eufemio dando una fuerte palmada en la mesa que
hace danzar las piezas de dominó, y todos ríen cuando Secundino,
sobresaltado, da un pequeño bote en la silla. Él también ríe y
aprovecha para pedir una nueva copa de ron.
El ron, ese ron que su mujer y su médico -llenos de
buenas intenciones- le quieren quitar, le había ayudado a soportar
el paso de los años, le embotaba la tristeza, le hacía sentirse
mejor y, sobre todo (el motivo por el que realmente se negaba a dejar
de beber): disfrutaba sobremanera cuando se tomaba el número de
copas necesario para que su andar se tornara oscilante y su cuerpo
comenzara a dar unos pocos bandazos, de esa manera Secundino, durante
un rato, podía fingir que estaba de vuelta en el barco.
Sólo durante ese rato, Secundino se sentía firme y
equilibrado, sólo en esos bamboleantes instantes volvía a encontrar
su centro de gravedad.
Secundino pone el vaso en la mesa con fuerza. Se levanta
pesadamente y se acerca a la barra para abonar lo consumido y con voz
demasiado alta se despide con un:
-¡Hasta mañana, señores!
Luego, con paso titubeante y algo escorado a estribor,
Secundino sale del local soñándose en la cubierta de un barco y con
la sonrisa plena de un niño la mañana de Reyes.