miércoles, 9 de marzo de 2016

Viaje al paraíso



No había nada que gustara más a Abu que acudir al puerto a ver la llegada de los cruceros. Sentado en donde pudiera (una caja, un noray, el mismo suelo), el joven contemplaba cómo aquella inmensa mole metálica se deslizaba, solemne, hasta el muelle de atraque para, a continuación, vomitar ríos de pálidos turistas que, en parejas o en grupos, gorjeaban su ingenuo entusiasmo. Aquellos hombres y mujeres le causaban diversión y admiración a partes iguales. Le resultaban fascinantes, tan llenos de salud, tan risueños, tan aparentemente ajenos a los problemas terrenales... Abu los observaba con detenimiento, admiraba sus blancas sonrisas, se asombraba con sus maravillas electrónicas, envidiaba esa suave paz que emana de quienes saben que tienen un plato caliente esperando en la mesa, un techo bajo el que refugiarse, una blanda cama en la que descansar.

Al rato, cansado de ser mero espectador, se levantaba, se acicalaba y se mezclaba con ellos. Andaba a su lado, un poco mareado por los intensos olores de perfumes, geles y champús diversos, muy atento a la extraña música de sus palabras, intentando comprender las diversas lenguas, jugando a ser uno de esos ricos visitantes y ofreciéndose como cicerone a cambio de unas monedas. Algunos se negaban con desconfianza, otros se detenían un rato a su lado, se hacían fotos con él y, por fin, algunos pocos, los más aventureros, se animaban a pagarle por su guía y consejo.

 
Abu tenía un sueño. Un sueño que se afianzaba con cada crucero que llegaba, con cada crucerista con el que hablaba, con cada fotografía que arrancaba de las revistas que los turistas dejaban abandonadas, con cada fantástico aparatito que veía en sus manos.
Abu soñaba realizar el mismo viaje que aquellos rubicundos cruceristas aunque en sentido contrario, cruzar el océano  rumbo a esos países llenos de maravillas.
Moneda a moneda, Abu ahorró parte del dinero exigido para el viaje y su familia puso el resto, cada uno lo poco que podía´. No sólo por ayudarle con su sueño, sino porque mejorar su vida, la de Abu, sería también mejorar la propia, la de toda la familia. Era, pues, en parte regalo y en parte inversión para un futuro, si no brillante, al menos no tan oscuro como el presente.
Y llegó el día.

Y Abu subió a la destartalada barquichuela, en nada parecida a los colosos que acudía a recibir al puerto. Con su mochila pegada al pecho, Abu, se apretujó junto a otras decenas de corazones llenos de sueños, de esperanzas, de deseos. El viaje sería rápido y seguro, les habían dicho. Antes de darse cuenta estarían a metros de su tierra prometida, esa rica Europa tan llena de posibilidades, les habían contado. Allí, apiñados, piel contra piel, obligados a una intimidad asfixiante, se contaron sus miedos, sus penas y sus anhelos. Hablaron sobre sus planes, compartieron sus dudas. Se dieron calor, se consolaron, compartieron comida, lágrimas y hasta alguna risa.


La inmensidad de aquel mar los angustiaba, el frío nocturno les entumecía, la oscuridad les aterraba, los cuerpos dolían por falta de espacio y movilidad.
El viaje sería rápido, les habían dicho pero. o el tiempo pasaba demasiado lento o aquel viaje se alargaba demasiado. La comida ya comenzaba a escasear, faltaba agua, el sueño no acudía. Y cuando ya parecía que nada podía ser peor, los dioses lanzaron los dados y enviaron una tormenta.
El viento sacudió la desvencijada embarcación, las olas jugaban con ella como un niño con una pelota, el agua se acumulaba en su fondo. El terror se adueñó de todos ellos.
Abu se encogió, intentando, inútilmente, ofrecer la menor cantidad de cuerpo al golpeteo de la lluvia  y rezó, rezó como nunca había rezado, uniendo sus súplicas a las de sus compañeros.
Pero no había nadie escuchando.
Ni dioses ni humanos.
Estaban solos.
Una potente ráfaga de viento, una inmensa ola y la patera volcó, ahogando sueños, planes y deseos.
El último pensamiento de Abu fue para su familia.
Su última palabra fue mamá.
Lo último que vieron sus ojos fue a sus compañeros morir junto a él.
Muchos días más tarde, su cuerpo apareció, hinchado y comido por los peces, en una playa.
Al fin había llegado al paraíso.
 

Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...