domingo, 14 de abril de 2019

MIRADAS


Publicado en el libro de relatos "En el laberinto del laurel" editado por el Ayuntamiento de Murcia y la Asociación Yo Nemanílica.



Lo veo cada día en el parque, en su silla, con ese curioso aspecto de astronauta perdido en un mundo desconocido. Rodeado siempre de su familia. que orbita en torno a él, tres planetas perfectamente sincronizados, nunca demasiado lejos.
Llama la atención. Es inevitable.
Veo los ojos moverse a su paso, veo cejas que se alzan, ceños que se fruncen.
Veo miradas huidizas, miradas de reojo, pupilas escondidas tras las enormes y oscuras lentes de unas gafas de sol. Ojos que miran sin querer ver y fingiendo que no miran.
Veo miradas de pena, alguna de curiosidad y otras, las menos, de burla y desprecio. Veo tantos tipos de miradas como tipos de personas existen en este mundo nuestro.
Advierto los codazos que quieren ser disimulados, las llamadas de atención disfrazadas, los dedos que señalan con descaro, las cabezas que se giran con cuidada discreción. La mayoría de las personas intentan fingir que no observan, en cambio los niños carecen aún de filtros diplomáticos y miran sin reparos, los más pequeños se acercan, valientes, mientras sus madres corren azoradas a apartarlos pidiendo balbuceantes disculpas. Algunos otros, una minoría mal educada y de escasa empatía, curiosean sin el menor rastro de vergüenza.
Yo también miro, lo hago todos los días desde hace varios meses.

Lo miro a él, que parece tan frágil, sus brillantes ojos llenos de inteligencia y tan llenos de curiosidad como los míos, absorbiendo la vida que se mueve a su alrededor como una pequeña esponja. Miro a sus padres, sus miradas preocupadas y llenas de amor, sus rostros agotados, sus automatizados pero cariñosos cuidados cotidianos.
Mis ojos se mueven, se apartan de ellos, los observados, los vigilados, y vuelven a mirar a quienes les miran, los observadores, los vigilantes, sus caras de desconcierto, de pena o de curiosidad. En algunos rostros llego a ver, incluso, las tres miradas alternándose en rapidísima sucesión.
Observar, para mí, es un acto compulsivo, casi instintivo, necesito mirar, contemplar, diseccionar y luego plasmar por escrito todo cuanto veo y siento. Son mis ojos quienes me ayudan a entender el mundo, los que me ayudan a captar la esencia, las herramientas con las que intento indagar y aprehender. Por eso, mis ojos, espías e intrusos, les siguen y escrutan hasta sus menores movimientos. Sin maldad, pero con mucha curiosidad.

Ellos saben que les miro, que les miramos. Se saben observados, son conscientes de que nuestras pupilas se clavan en él, en su silla, en los cables que le rodean como tentáculos de plástico. Saben lo que pensamos, lo que sentimos, lo que callamos, lo que quisiéramos preguntar y no preguntamos, saben todo eso y lo soportan con estoica paciencia. ¿Qué otra cosa pueden hacer? ¿Enfrentarse a los mirones? ¿Recriminarles? ¿Ocultarse? No les queda otra que aguantar e intentar ignorar esas miradas. Duelen, por supuesto que duelen, pero cosas más dolorosas que esas soportan a diario y ahí siguen, luchando.
Pasé días y días mirando, contemplando, observando y anotando hasta el más mínimo detalle mientras en mi interior se libraba una durísima batalla entre mi curiosidad y mi pudor. Finalmente las ganas de saber más vencieron a mi vergüenza y me acerqué a ellos, despacio, con timidez de adolescente, avergonzado de invadir su intimidad pero arrastrado sin remedio por mi insaciable sed de saber.
Y entonces fueron ellos quienes me miraron, sus ojos sorprendidos, inquisitivos, intrigados. ¿Quién eres?, preguntaban sus miradas, ¿qué quieres?, ¿qué buscas?, ¿por qué quieres robar nuestro tiempo? Atravesado por esas miradas llegué hasta ellos con la sonrisa del que sabe que molesta y, con voz ronca, hice la pregunta que todos quieren hacer pero que no tienen la suficiente valentía para lanzarla al aire en alta voz.

 Y ellos, dirigiendo una mirada amorosa al pequeño y una mirada tentativa a este molesto intruso, dubitativos ante mis posibles intenciones, me respondieron con un nombre hasta ese momento desconocido para mí, un nombre que les hice repetir media docena de veces antes de poder entenderlo. Probé a decirlo y mi lengua se enredó, tropezó, se hizo un nudo con esas dos palabras y sus diecinueve letras.
Ellos me observaban, divertidos, con una pequeña chispa de guasa en sus ojos. Yo tampoco pude evitar una sonrisa ante mi torpeza.
Debí repetir la palabra varias veces hasta que mi boca logró decirla sin atascos ni tartamudeos.
-Miopatía ne-ma-lí-ni-ca -pronuncié la segunda palabra muy despacio para no volver a trastabillar entre sus letras. Nunca había oído hablar de esa enfermedad, así que seguí con mi impertinente interrogatorio. Tenía que saber. Quería aprehender todo cuanto pudiera en ese pequeño intervalo temporal que me estaban concediendo tan amablemente.
Ellos, con la mirada resignada y cansada de quien ha repetido la historia decenas de veces, me contaron todo. La ilusión de la espera, el dolor del descubrimiento, la confusión, el duro aprendizaje diario, la lucha cotidiana. Avanzando lentamente, paso a paso pero sin descanso.

Su historia me conmovió como pocas lo habían hecho, el corazón se me encogió un poquito de pena por lo sufrido y se me ensanchó otro poco de admiración por su lucha silenciosa, por su guerra sin épica, por sus batallas sin gloria, por el amor que entregan y el que reciben a raudales.
Esos desconocidos a los que invadí con mi impertinente curiosidad fueron creciendo ante mis ojos hasta transformarse en héroes. Sin medallas. Sin oropeles. Sin pompa. Sin fatuidad. Sin vacuos discursos ni grandes desfiles. Héroes de los de verdad. Héroes con el gran pequeño valor cotidiano, héroes de la lucha diaria y callada. Esos pequeños héroes que nadie ve ni quiere ver.
Desde ese día mi mirada cambió. Sigue siendo curiosa porque mi curiosidad nunca se sacia y siempre hay algo más que quiere saber, pero ahora mis ojos, además de mirar, comprenden y reconocen.
Miro a los que pasan a su lado. Busco sus ojos y miro sus miradas. Y pienso, porque además de mirar pienso, que no es malo el mirar, que lo malo es el no ver, el no reconocer, el no meditar sobre aquello que se ve y que no se conoce, el no inquirir y buscar y entender...
Lo malo es taparse los ojos por no ver.
Lo malo es ignorar lo que se ve.
Hacer visible es conocer, conocer es entender y entender puede ser el primer paso para ayudar.
Yo sigo mirando porque ya no puedo no mirar.
Sigo viendo porque ya no puedo no ver.
Sigo aprendiendo porque ya no puedo no aprender.
Sigo esperando el momento en que seamos muchos los que reconozcamos lo que vemos y que la lengua no se nos haga un nudo cuando intentemos pronunciar esa palabra tan difícil: ne-ma-lí-ni-ca.

3 comentarios:

Yo ya he hablado demasiado, ahora te toca a ti...

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