Abundio
Madariaga, llamado “el crítico” por sus allegados debido a
su estado de crisis perpetua, se despertó aquella mañana con un
talante extrañamente beatífico. No recordaba Abundio cuando había
sido la última vez que había sentido tal paz interior y le llevó
varios minutos identificarlo y darse cuenta de que, por primera vez
en muchísimos años, no estaba atravesando ninguna crisis. Cosa
bastante extraña porque no había crisis en el mundo que Abundio no
hubiera pasado.
Tuvo
Abundio su primera crisis a los doce años porque se le acababa la
infancia y la segunda ocho años después, a los veinte, porque
dejaba atrás la adolescencia.
Sufrió
la crisis de los treinta con todos sus replanteamientos vitales, de
la que sacó una novia y una nueva profesión. Llegó la crisis de
los cuarenta y Abundio reverdeció su marchita juventud con una
amante de veinte años, una moto de gran cilindrada y con varios
meses de hospitalización por politraumatismos causados por un
accidente con la susodicha moto y la susodicha amante. Al llegar a la
de los cincuenta, Abundio revisó todos su viejos sueños y le dio
por “realizarse artísticamente” como dramaturgo, luego probó
como actor y después como director pero era tan pésimo en todo que
lo que lo más que logró fue ser apuntador en una obrita de barrio,
lo cual le provocó una crisis de identidad.
Sufrió,
también, una crisis religiosa que le llevó a ser, de manera
sucesiva, protestante, mormón, cienciólogo, amish, budista,
wiccano, jedi, satanista, adorador del dios de la lluvia y, harto de
todas las religiones, ateo.
Pasó
por una crisis matrimonial de la que salió divorciado, una crisis
cardíaca de la que salió con un bypass, una crisis económica de la
que salió enriquecido y una violentísima crisis de la que salió a
hostias.
De
una época de crisis estética en la que practicó deporte en exceso,
se hizo adicto a la cirugía plástica y se transformó en todo un
entendido en tratamientos de belleza pasó, casi sin solución de
continuidad, a una crisis intelectual de la que, al menos, sacó
nuevos conocimientos y una mayor cultura tanto humanística como
científica.
A
lo largo de su vida sufrió, además, varias crisis de ansiedad, una
crisis epiléptica, tres crisis creativas (en su época de
dramaturgo) y varias crisis alérgicas.
Era,
pues, Abundio Madariaga, hombre dado a enfangarse en crisis de toda
índole y a andar siempre desasosegado por motivos en general más
inventados que reales; cosa que, a pesar de todo, y contrariamente a
lo que pudiera parecer lo hacían considerablemente feliz.
Pero
aquella mañana, como ya hemos dicho, Abundio se había despertado
flotando entre nubes de absoluta serenidad. Ni media tormenta
aparecía en su inmediato horizonte. No había ansiedad, no había
preocupación, no había conflicto,, no había nada más que una
inmensa paz.
Abundio,
tras pasar un rato identificando tan nuevo sentimiento y sin entender
qué ocurría, salió de la cama pensando que lo mejor sería dejar
el asunto para cuando se hubiera despejado y aclarado sus ideas con
un buen café. Y fue entonces, al levantarse, cuando Abundio
descubrió el motivo de tan inauditos sentimientos.
Allí,
en su cama, mirando al techo con ojos ciegos, estaba él o, mejor
dicho, estaba su cuerpo, el del propio Abundio, ya frío y rígido. Y
entonces Abundio recordó que durante la pasada noche había sufrido
su última crisis, una crisis cardiorrespiratoria que había
provocado su muerte y, por tanto, el final de todas las crisis.