lunes, 29 de marzo de 2021

El monstruo camina entre nosotros

 

Relato publicado en la revista Infernaliana, especial Demencia de la editorial Pandemonium.


El viejo, tembloroso, coge su viejo diario, pasa a una página en blanco y comienza a escribir:

El monstruo camina entre nosotros, pero sólo yo lo puedo ver. Sus arácnidas manos palpan rostros y toquetean cabezas buscando, ávido, una entrada a la mente que en ella habita. Él sabe que yo sé, más de una vez se han cruzado nuestras miradas: la mía, aterrorizada, la suya un profundo pozo de nada.

La primera vez que lo vi fue en la cola del super, junto a una pobre mujer que, con mano temblorosa, intentaba contar las monedas para pagar su escasa compra. El monstruo, con sus largos dedos, escamoteaba monedas y las hacía reaparecer, de tal manera que la anciana, cada vez más confusa, no acertaba a contar el dinero necesario. 

Me quedé aterrorizado ante la imagen de aquel ser enteco y retorcido como un sarmiento seco que, entre risillas, jugaba a confundir a la cada vez más nerviosa mujer. Una breve mirada a quienes me rodeaban me bastó para comprobar que nadie lo veía y preocuparme por mi salud mental. En ese momento el monstruo alzó la cabeza, olisqueó el aire, se giró hacia mí con una babeante sonrisa llena de curiosidad y me miró a los ojos. Entonces supe que no era una alucinación. Os aseguro que ninguna alucinación puede tener semejante mirada. Ninguna.


La cosa siseó más que dijo:
—Aún no es tu tiempo— y al hacerlo escupió su espesa baba sobre mi cara y mi pecho, donde dejó un reguero de ardiente frío. Luego se giró de nuevo y, lanzando un gruñido mitad risa mitad amenaza, fue corcoveando tras la anciana que, al fin, había conseguido pagar y empujaba lentamente su carrito hacia la puerta.
He vuelto a ver al monstruo varias veces tras este primer encuentro, siempre junto a algún anciano, distrayéndolo, enfadándolo, confundiéndolo, engordando con sus recuerdos, alimentándose de su memoria hasta dejarlo convertido en una carcasa vacía. 
Desde aquella primera vez, mi vida ha sido una continua y paranoica espera. 
Llevo años preguntándome cuándo será mi turno. 
Esperando, cada noche, escuchar el susurro de los pasos del monstruo en el pasillo, sus alargados dedos arañar la puerta de mi dormitorio, el peso de su enteco cuerpo caer sobre mi cama. 
Son muchos años de espera, de vivir con este terror, demasiados, tantos que casi deseo que llegue y me deje vacío de mí. 
Así, al menos, descansaría...

El viejo se detiene, algo entre un susurro y un roce le ha distraído. Alza la vista para averiguar de qué se trata y, durante un par de segundos, su corazón se detiene para, a continuación, lanzarse en una carrera tan alocada que pareciera querer huir del pecho.
Allí, junto a él, está el monstruo, su boca abierta en algo parecido a una sonrisa, sus sarmentosos dedos agitándose, su nariz, o lo que parece ser su nariz, temblando de placer. El viejo, aterrorizado, se queda inmóvil, como un animal deslumbrado. Balbucea unas palabras ininteligibles, grita incongruencias, se agita y finalmente se hunde, sin remedio, en los oscuros ojos del monstruo hasta ahogarse en el infinito vacío de su mirada y atravesar la fría nada durante una oscura eternidad. Cuando finalmente surge del otro lado, el viejo, tembloroso, coge su viejo diario, pasa a una página en blanco y comienza a escribir:
El monstruo camina entre nosotros, pero sólo yo lo puedo ver. Sus arácnidas manos palpan rostros y toquetean cabezas buscando, ávido, una entrada a la mente que en ella habita. Él sabe que yo sé, más de una vez se han cruzado nuestras miradas: la mía, aterrorizada, la suya un profundo pozo a la nada...





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