Ira
Alzó la vista del periódico y la vio frente a él.
Tranquila.
Indiferente.
Había estado toda la tarde molestando, incordiando, importunando, enojándolo y ahora... ahora ahí estaba, tan tranquila, como si no hubiera pasado nada de nada.
Aquello terminó de sacarlo de sus casillas.
Estrujó el periódico entre sus manos.
Apretó los puños con fuerza.
Y golpeó una y otra vez hasta acabar con ella.
Se quedó un rato allí de pie, mirándola fijamente, jadeando exhausto, disfrutando de la visión de
aquel cuerpo machacado y sonrió con satisfacción.
¡Aquella maldita mosca ya no iba a darle más la lata!
Fidelidad
A pesar del maltrato que era su desayuno, su comida y su cena diarias.
A pesar de los insultos que recibía como aperitivo, merienda y postre.
A pesar de todo fue fiel y leal hasta el momento en que su sentido de la supervivencia fue superior a su fidelidad y su lealtad y, en un arranque de miedo y furia, le desgarró la garganta al asesino de sus días.
Hecho esto, se tumbó junto al cuerpo muerto, apoyó la cabeza sobre el sangriento pecho y se mantuvo allí, fiel y leal, hasta que los empleados de la perrera se lo llevaron rumbo a su propia muerte.
El sueño de las ballenas
Mecidas suavemente por las heladas aguas del inmenso océano, las ballenas, enormes islotes orgánicos, duermen y sueñan que el mar es el cielo, que las olas son nubes y que ellas, ligeras, etéreas, elegantes y gráciles cual primas ballerinas vuelan y danzan mientras el mar, ese frío hábitat que las cobija, queda, allá abajo, a varios kilómetros bajo su panza. Lejano y ajeno.
Después de todo, piensan en sueños, volar no puede ser muy diferente de nadar y volar es el sueño de toda ballena.
Por eso, cuando despiertan, las ballenas, agitan su enorme cola, retuercen su gigantesco cuerpo y saltan una y otra vez fuera del agua, soñando, aún, que, en uno de esos saltos su cuerpo llegue hasta las nubes y allí se quede.