lunes, 26 de mayo de 2014

Relojes inteligentes



Se aburría. Mucho. Y cuando se aburría, pensaba. Y cuando pensaba, tenía ideas. No grandes ideas. No ideas novedosas. Sólo... ideas. Absurdas, mayormente. Como aquella vez que se dejó retar a una partida de ajedrez por un caballero o aquella otra que decidió tomarse unas pequeñas vacaciones sin olvidar aquella otra en que se le antojó tener descendencia. Es lo que tiene el aburrimiento, que te hace ser creativo. Y si alguien sabía de aburrimiento esa era, sin duda, la Muerte.
Con crujir de huesos, la Parca se estiró, bostezó y, apoyando el huesudo cráneo sobre su huesuda mano, esparció la vista más allá del gigantesco escritorio y contempló, entre hastiada y disgustada, los más de siete mil millones de relojes de arena que descansaban llenando hilera tras hilera de estanterías, entre el siseo de los granos al caer, el “plop” de los que iban apareciendo y el “pfff” de los que desaparecían.
Shhhh.... Plop... Pffff.... Esa era la banda sonora de su vida... Pfff... Plop... Shhh... una y otra vez, de forma ininterrumpida, siglo tras siglo...
Shhh... Plop... Pfff...
Pfff... Plop... Shhh...


Tres sonidos y todas sus posibles combinaciones, repitiéndose de manera constante y monótona, sin variar en una nota. No era humana y, por tanto, no podía enloquecer pero el monótono soniquete la ponía todo lo cerca de la locura que puede estar una personificación antropomórfica puede llegar a estarlo.
Y fue en este estado de aburrimiento y disgusto que tuvo la ocurrencia de modernizar los relojes. Durante un rato estuvo valorando las diversas posibilidades: los relojes de sol tenían su encanto pero en aquel no-lugar resultaban inútiles, las clepsidras no tenían mala pinta pero resultaban demasiado húmedos para sus viejos huesos, los relojes de cuerda también tenían su aquel pero dudaba que pudiera resistir durante mucho tiempo más de siete mil millones de titacs sonando al unísono.
Entonces fue cuando llegó la “idea”, esa idea producto del aburrimiento que tan genial parece en el momento pero cuyos resultados suelen estar bastante alejados de lo previsto. Y la “idea”, en esta ocasión, fue sustituir todos los antiquísimos, preciosos y delicados relojes de arena por modernos, prácticos y delicados relojes “inteligentes” de esos que empezaban a estar de moda entre los humanos. Así que atravesó la fina barrera entre nuestro humano universo y su para-humano mundo, y dirigió sus huesudos pasos hacia una importante tienda de productos electrónicos donde, bajo la inocente apariencia de un jubilado, compró el último y más avanzado modelo de reloj inteligente, llamado smartwatch por el dependiente con un recién adquirido acento londinense que resultaba extremadamente sexy a su última novia y extremadamente incomprensible a los londinenses.

De vuelta a su universo la Muerte se preparó una taza de chocolate y se sentó con ella y el reloj ante su escritorio dispuesta a descubrir cómo funcionaba aquel misterioso artefacto mientras los relojes de arena continuaban con su monótono “Shhh... Plop.. Pfff...”.
Durante un rato anduvo dando vueltas al reloj sin saber muy bien qué hacer, hasta que, sin saber cómo, el aparato pareció despertar. La pantalla se iluminó, llena de curiosos símbolos llenos de colorines cuya función ignoraba y, como lo ignoraba, se dispuso a hacer desaparecer su ignorancia por el antiquísimo método de dejar de lado el libro de instrucciones y ponerse a toquetear todo lo toqueteable. Los dibujitos aparecían y desaparecían, algunas cosas parpadeaban, otras dejaban de parpadear, había palabras extrañas como wifi, bluetooth o gps pero, al cabo de una hora de toqueteos, la Muerte seguía tan ignorante del funcionamiento del reloj como al principio.
A pesar de todo, siguió en su empeño y continuó tocando aquí y allá, totalmente perdida en el laberinto tecnológico pero sin querer rendirse hasta que, sin saber por qué, el estúpido aparato se puso a silbar una y otra vez, una y otra vez,  una y otra vez,  casi sin pausa, tres o cuatro notas repetidas hasta el hartazgo. Un silbido tan agudo, cansino y molesto que, a su lado,  el "Shhh... Plop... Pfff" que siempre la acompañaba parecía una deliciosa obra musical.
La Muerte se desesperaba tratando de acallar el monstruoso son sin conseguirlo hasta que no le quedó más remedio que acudir a la solución definitiva: lanzarlo contra el suelo y pisoteado hasta que el reloj, con lastimero estertor, calló para siempre.
La Parca se regodeó, durante unos segundos, en el recién recuperado nivel sonoro habitual. Si hubiera tenido ojos, los habría cerrado con deleite y, si hubiera tenido labios, habría sonreído de placer. Se sentó, de nuevo, tras su escritorio. Contempló los antiguos relojes de arena y dijo para sí:
-¡Dónde estén unos buenos relojes de arena con su “Shhh... Plop... Pfff...” que se quiten todos los adelantos tecnológicos!
Al cabo de escasos minutos la Muerte volvía a aburrirse, a pensar y a tener ideas...

 

viernes, 16 de mayo de 2014

Espíritu libre



A las diez y media de la noche ya se encontraba Basi sentado a la barra de su pub favorito, charlando con Manolo, el barman de toda la vida.
A las once y cuarto, con su segunda copa, Basi lanzaba su habitual diatriba contra la vida lastimera y rutinaria de la mayoría de los humanos mientras Manolo -uno de esos borregos amaestrados que tanto despreciaba Basi- le prestaba un cuarto de su atención y disimulaba tres o cuatro bostezos.
Eso de tener un trabajo fijo, un horario estricto, vivir atado a una mujer, a unos hijos, un jefe, vivir cada día del mismo modo que el anterior, repetir cada día los mismos gestos, los mismos caminos y las mismas rutinas no iba con él. No señor, Basi era un espíritu libre, un aventurero, un ser nacido para vivir bien lejos de las convenciones mundanas. Y este discurso era repetido por Basi cada noche, a la misma hora, con una exactitud casi milimétrica, justo entre su segunda copa y su primera raya de coca.
A eso de las doce comenzaba su habitual recorrido por los mismos antros nocturnos de cada noche, bebiendo, esnifando, bailando, buscando algún pibón recauchutado que llevarse a la cama. Disfrutando de lo que él llamaba su libertad.

En el último antro, delante de la última copa, tras su última raya de coca y sentado junto a una chica de grandes pechos e ideas pequeñas, el último pibón de su larga lista de pibones sustituibles e intercambiables, Basi volvía a soltar su discurso favorito sobre vidas rutinarias y grises ante una audiencia compuesta de “espíritus libres” rebosantes de alcohol, coca y hastío.
A las siete de la mañana, mientras la humanidad diurna comenzaba, adormilada, su jornada, Basi regresaba a casa, con una sonrisa en la cara, su última conquista colgada del cuello y satisfecho de no llevar la vida monótona de sus conciudadanos menos afortunados.
A las ocho, tras una intensa sesión de sexo, Basi mandaba a paseo a la amiguita de turno, se lavaba los dientes y se tiraba en la cama donde dormiría hasta las cinco de la tarde.
A las diez y media de la noche ya se encontraba Basi sentado a la barra de su pub favorito, charlando con Manolo, el barman de toda la vida...




lunes, 5 de mayo de 2014

Vida



Sesenta años y su biografía se veía reducida a cero.
Pendiente de su madre enferma desde hacía años, Mauricio no había vivido, ni disfrutado, ni padecido otra cosa que el diario sufrir de la enfermedad materna.
No tenía amigos porque no disponía de tiempo para compartirlo con ellos.
No tenía pareja porque no había tenido tiempo para conocer el amor.
No conocía las alegrías ni las tristezas que la vida depara a la mayoría de la gente porque él sólo había dispuesto de tiempo para trabajar y para cuidar a su madre.
El vacío, pues, siempre había estado presente pero no fue hasta que se quedó totalmente solo, ya sin la necesidad de cuidar de otro ser, que su no existencia se le mostró en toda su vacua crueldad.
Fue entonces cuando comenzó a coleccionar fotografías.

Iba cada domingo al rastro, vestido siempre de punta en blanco, y recorría los puestos en busca de sus pequeños tesoros fotográficos. Revisaba todas las fotografías que encontraba y escogía con sumo cuidado las que quería. No buscaba edificios, ni monumentos, ni escenas callejeras, ni paisajes. Mauricio sólo quería fotografías de personas: grupos de amigos, familias, parejas, niños; imágenes de bodas, comuniones, bautizos, cumpleaños...
Luego, una vez en casa, acompañado de una taza de chocolate y algo de música clásica, dedicaba el resto del domingo a clasificarlas, ordenarlas y colocarlas en sus álbumes correspondientes.
Aquellas gentes, aquellos rostros, aquellos momentos se le volvieron cada vez más familiares. Y comenzó a ponerles nombres: aquel señor de bigote que posaba serio junto a una radio, era el tío Francisco, presumiendo de radio nueva en los tiempos en que eso era un lujo; aquella pareja sonriente en su día de bodas eran la prima Vera (¡qué de bromas le gastaba con eso!) y su marido, Toño, lástima que acabaran separados; aquellos niños que posaban junto al Rey Baltasar en unos grandes almacenes eran Juanín, Mariquita y Pablín, sus sobrinos predilectos que ahora eran, respectivamente, ingeniero, arquitecta y médico... Y allí estaban abuelos, bisabuelos, primos, sobrinos, amigos de la infancia y la juventud y, finalmente, su mujer y sus propios hijos.
A base de fotografías ajenas, de recuerdos apropiados, de vidas vividas por otros, Mauricio se fue fabricando una vida inventada pero que llegó a sentir real y si hubiera habido alguien dispuesto a escucharle, Mauricio le habría hablado de lo feliz que había sido junto a su difunta esposa, esa que ve en este retrato con ese vestido azul, su favorito o le habría contado lo orgulloso que estaba de su hija, una gran abogada y de sus dos preciosos nietos, inteligentísimos, ahí los tiene a los tres, sonrientes, en la primera comunión del pequeño o de su hijo menor, recién licenciado en ciencias del mar que andaba investigando por esos mares que me acaba de enviar esa fotografía desde el barco en el que navegaba...
Tanto se repitió a sí mismo esas historias que nadie habría logrado convencerle de que eran ficciones. 
Mauricio, una vez libre de su cadena maternal podía haber construido su propia vida pero, asustado, solitario, gris, prefirió apropiarse de las vidas de otros y vivirlas a través de sus viejas fotografías.


Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...