sábado, 27 de abril de 2013

Moscas



Hace ya algunos años que Necio-Hutopo y una servidora mantienen una "amistad bloguera" repleta, a estas alturas, de pequeños guiños y complicidades, incluido un ya bastante maltrecho sombrero que ha viajado entre mi blog y el suyo varias veces y con el que solíamos demostrarnos nuestra mutua admiración. Unos meses atrás me hizo saber este Hutopo nada necio que le apetecía ilustrar alguna de mis historias y yo, sin pensármelo dos veces, me apunté inmediatamente a la idea porque no sólo admiro su escritura sino que también me encantan sus ilustraciones. Tardé mucho más de lo previsto pero, finalmente, cumplí: hace unas semanas que le pasé no uno, sino tres relatos sobre zombis. Aquí está el primero de ellos (que ya ha sido colgado en su blog) y quedo a la espera de los otros dos. Muchas gracias Mario por seguir ahí y por ilustrar mis historias (espero que haya más colaboraciones de estas) :) Y vosotros pasad por su blog, pasad, que os va a gustar.






Tras varias horas de viaje soñaba con llegar a casa, darme una ducha caliente, cenar algo y meterme en la cama pero las malditas moscas no me lo permitieron.

 Las encontré en el salón comedor, zumbando alegremente en torno a un par de manzanas que, olvidadas en el frutero, se habían podrido y ofrecían a mis indeseadas invitadas un espléndido banquete y un fantástico lugar de reunión. De modo que, en lugar de relajarme como me apetecía, tuve que retirar las manzanas pochas y luchar, insecticida en ristre, contra aquella horda de moscas. Hice lo que me pareció una buena escabechina y, antes de ir, por fin, a mi ansiada ducha, decidí echar otra buena cantidad de insecticida y cerrar la puerta tras de mí con la esperanza de acabar con todas ellas. “Los cadáveres -pensé- los barreré mañana”.
 
Pero a la mañana siguiente no había ningún cuerpo muerto que recoger aunque no me percaté de ello porque lo que sí había, y en grandes cantidades, eran moscas zumbando y revoloteando. ¿Cómo podía ser aquello posible? La noche anterior había gastado un bote de insecticida y juraría que las había eliminado a todas. ¿De dónde, pues, salían todas esas? ¿Qué las atraía? Dispuesto a averiguarlo fui al supermercado para aprovisionarme de productos de limpieza y, sobre todo, de algún insecticida más potente.
 
Hice la limpieza del siglo en casa. No deje mueble ni mover, suelo sin fregar, ventana sin limpiar, ni baño sin higienizar. Luego, insecticida en ristre, volví al ataque contra las moscas invasoras. Todo el día duró esta batalla contra la mugre (menos de la que creía) y contra las moscas (más de las que pensaba). Agotado y satisfecho con mi labor, decidí irme pronto a la cama.

 La mañana llegó soleada, esplendorosa y llena de zumbidos... ¿Zumbidos? ¡No podía creer lo que estaba escuchando! Y cuando abrí los ojos no quise creer lo que estaba viendo. Las moscas, las malditas moscas, no sólo no habían desaparecido sino que habían llegado hasta mi dormitorio. ¿Es que no había nada que acabara con ellas aparte del típico y lento sistema de aplastarlas? Porque aplastarlas era sencillo, la verdad sea dicha. Eran estas, probablemnte, las moscas más tontas del largo linaje de las moscas porque atraparlas y aplastarlas resultaba la mar de sencillo... ¡pero era imposible acabar con todas ellas a manotazos!
 
Me levanté, encendí el ordenador y comencé a buscar remedios caseros contras las moscas. Luego los usé todos: cintas matamoscas, bolsas de plástico llenas de agua, hojas de laurel, de ruda y de menta, clavo y limón, plantas de albahaca, trampas diversas e insecticida, y por supuesto litros de insecticida, de todas las marcas conocidas, desconocidas y hasta alguno casero.

 Pasé la semana siguiente enfrascado en una batalla constante e implacable contra los dichosos insectos alados. Usé todo mi arsenal contra ellas pero lo único que parecía funcionar realmente era matarlas a golpes. Del resto, nada.

Aquella moscas no eran normales. No podían serlo. Las veía morir a montones y, sin embargo, al día siguiente ahí estaban y cada vez en mayor número. Además cada día estaba más convencido de que aquellos bichos se avalanzaban sobre mí... Cansado, desgreñado, obsesionado, convencido de que me estaba volviendo loco por culpa de aquella maldita plaga de moscas opté por llamar a unos profesionales. Tal vez ellos lograran lo que ni yo ni mis armas caseras habían logrado. Eran mi última esperanza.
 
Dejé mi casa a primera hora de la mañana y me fui a un hotel. Tomé una larga y reconfortante ducha, me comí un opíparo desayuno y luego dormí como un bendito durante doce horas. Por primera vez en muchos días, me sentí descansado y tranquilo.
C
uando regresé me recibió el silencio y el aroma del insecticida utilizado por los exterminadores. Recorrí todas las habitaciones de la casa, una por una, sin zumbidos, sin revoloteos, sin tener que espantar ningún insecto. Ni una... no había ni una. No me lo podía creer. Libre. Por fin. Había recuperado mi hogar.
 
Qué iluso.
 
Pasaron varios días de tranquilidad absoluta. Ni una sola mosca perturbaba mi existencia. Lo daba ya todo por felizmente acabado. Fue entonces cuando noté los primeros síntomas. “Un resfriado”, pensé, y no le di mayor importancia.
 
Entonces vi las noticias.
 
Plagas de moscas por todo el mundo. Lo que me había ocurrido a mí, estaba ocurriendo en todos los rincones del planeta desde hacía ya tiempo. No se sabía cómo habían surgido ni de dónde. Las llamaban “moscas zombi” porque, aunque las mataras, siempre volvían. Lo peor de todo es que eran altamente infecciosas. Las moscas no muerden pero el simple contacto con ellas basta para infectar y, una vez infectado, enfermar, morir y transformarse en zombi. La única manera de acabar con ellas era a golpes.

 El presentador dio la lista de síntomas: dolor, fiebre, agarrotamiento... El caldo de pollo que estaba tomando frente al televisor cayó de mis manos. Si todo aquello era cierto yo ya estaba infectado y moriría en pocas horas para pasar a convertirme en zombi.
 
Pero, espera, no, quizás “mis” moscas no eran de esas moscas. Quizás “mis” moscas eran moscas normales y corrientes. Quizás “mis” moscas no me habían pasado ninguna enfermedad. Por supuesto que no. En la tele acababan de decir que no había forma de acabar con ellas pero yo, con ayuda de los exterminadores, había eliminado a “mis” moscas, así que tenían que ser otras moscas distintas...
 
En ese momento oí un zumbido estruendoso y la luz del sol dejó de entrar por la ventana. Alcé la vista y allí, golpeando una y otra vez el cristal, estaban “mis” moscas. Era imposible que pudiera saberlo pero lo sabía. Eran ellas, mi propias moscas zombis.

 La fiebre es ya muy alta. Duermo a ratos. Deliro a ratos. Soy consciente cada vez menos rato. Las moscas, “mis” moscas, a base de golpear el cristal lograron romperlo y entrar en casa. Revolotean a mi alrededor, pasean sobre y hasta dentro de mí. Ya no tengo fuerzas para espantarlas. En realidad ya no quiero espantarlas. Dentro de muy poco seré como ellas y siempre viene bien tener amigos...




viernes, 19 de abril de 2013

Micros




Érase una vez...

Gretel esperó pacientemente hasta que la enclenque vieja se inclinó sobre el horno y, tomando impulso, le dio un fuerte empellón que la hizo caer en el ardiente interior. Antes de que la bruja pudiera reaccionar, Gretel cerró la puerta ahogando sus gritos de pavor y dolor.
Sin perder un segundo la niña corrió a liberar a su hermano quien, pasando la lengua sobre sus afilados dientes, se aproximó al horno atraído por el delicioso aroma a bruja asada que este despedía.
Tras darse un buen atracón, cargaron con todo cuanto pudieron y regresaron a casa felices y ansiosos por ver la cara de sorpresa que iban a poner sus padres...




Biografía

Con apenas unos días las sábanas lo acogieron con ternura, envuelto en el perfume del talco y del amor materno.
Con seis años, las sábanas fueron cuevas misteriosas, murallas de castillos y fantásticos portales a mundos imaginarios.
A los quince fueron cofres que escondieron lágrimas, ilusiones e insaciados ardores.
A los veinticinco, las sábanas eran el escenario de ardientes encuentros amorosos y mudos testigos de desencuentros dolorosos.
A los cuarenta guardaron frustraciones, pérdidas y sueños rotos.
A los cincuenta y cinco fueron la ansiada cuerda que, ciñendo su cuello en mortal abrazo, lo arrancó de una vida que él no deseaba.
Sus últimas sábanas lo acogieron con frialdad,  envuelto en el perfume de la muerte y el dolor.




 
La maldición


Arrullada por las olas y acariciada por la brisa, la isla dormía su plácido sueño de milenios -cuenta el abuelo-. Frondosos bosques, rubias playas, aguas límpidas, sol y dulces temperaturas, este pequeño trozo de tierra era el paraíso soñado por muchos... hasta que la maldición cayó sobre nosotros arrasándolo todo.
Nuestra vida era pacífica y sencilla, nada teníamos, nada necesitábamos y nada ansiabamos. Éramos, a nuestro suave modo, felices... -al llegar aquí el abuelo hace una dramática pausa- Y entonces, enviada por no se sabe qué caprichoso dios, sin previo aviso, y ataviada con sandalias y calcetines, la maldición cayó sobre nosotros. Yo estaba allí cuando, colorado, sonriente y entusiasta arribó a la isla el primer turista y todo comenzó...


viernes, 12 de abril de 2013

Amantes


Era un hotel más viejo que antiguo, un hotel sencillo, sobrio pero nostálgico de un pasado lujoso; un hotel poco transitado por turistas, muy buscado por amantes y con todo el agotado encanto de lo secreto y lo clandestino.  Cientos de palabras de amor y desamor habían sido dichas entre sus paredes, docenas de reencuentros y rupturas se habían sucedido en sus habitaciones; en sus muros rebotaban risas, suspiros, susurros, gemidos y lágrimas. Sus largos pasillos olían a amor, pasión y sexo.

Hernando y Diana lo habían descubierto al comienzo de su relación y lo habían convertido en su lugar de encuentro preferido. Pedían siempre la misma habitación y  se encontraban en ella como en casa. Los empleados los conocían -como conocían a todos los habituales- y los saludaban como a viejos amigos. Allí eran momentáneamente felices, aislados del resto del mundo, entre los muros de su propio mundo.

Hernando se paseaba nervioso por la habitación, fumando cigarrillo tras cigarrillo. El cenicero, sobre la mesita, se encontraba atestado de colillas y de cigarros a medio fumar y Hernando se había visto obligado a abrir la ventana a pesar del frío externo porque el aire se había vuelto casi irrespirable a causa del humo. Hernando está nervioso, no debería estar en esa habitación, no debería ver a Diana hoy, su mujer lo había descubierto todo y le había montado todo una señora escena, con sus gritos y sus llantos, su histerismo y con todos los típicos y tópicos imaginables. Incluso le había amenazado con matarlos a ambos. No, definitivamente no era un buen día para ver a Diana pero, justamente por eso, era uno de los días en que más la necesitaba. 



Pero Diana se retrasaba más de lo habitual. Habían quedado a las cuatro y ya eran las cinco, no era costumbre en ella ser tan impuntual.

En el pasillo se oyen risas, pasos, cuchicheos, pero Hernando no parece percatarse de nada de lo que ocurre a su alrededor, continúa fumando y paseándose por la habitación hecho un manojo de nervios, dando vueltas a la relación con su mujer, a su relación con Diana, a lo ocurrido hoy en su casa, al retraso de su amante...

Se oye un ruido en la puerta, alguien intenta entrar pero Hernando no parece oír nada.

La puerta se abre, una pareja con alguna copa de más, entra con pasos vacilantes. Hernando sigue dando vueltas.

La pareja, entre besos y caricias, comienza a desnudarse. Hernando se ha parado, mira en su dirección, se enciende un nuevo cigarrillo y luego continúa con su paseo.

Los amantes recién llegados, sin dejar de besarse, se aproximan a la cama y, en su recorrido, pasan a través de Hernando, los tres sienten un curioso estremecimiento pero ninguno le da importancia.
 

Hernando sigue paseando y fumando en la habitación mientras se llena del sonido de besos, gemidos, roces de piel contra piel, risitas y de todo aquello que conforman la melodía amatoria.

Hernando no los ve ni ellos ven a Hernando. Si ellos pudieran verlo saldrían de la habitación aterrorizados y no volverían jamás a ese hotel. Y si él pudiera verlos entonces, tal vez, fuera capaz de recordar que, hace ya cinco años, mientras aguardaba a Diana, lo sobresaltó un fuerte golpe contra la puerta. Y que, al abrirla, Diana cayó entre sus brazos empujada por su enfurecida mujer quien le había seguido hasta el hotel y había aguardado la llegada de su amante, y se había avalanzado sobre ella.

La mujer de Hernando llevaba un arma y la sujetaba, temblorosa, con ambas manos. Los insultó entre lágrimas y luego disparó... primero a Diana, luego a Hernando y, finalmente, poniendo la pistola entre sus dientes, a ella misma.

Fueron noticia en todos los periódicos, se habló de ellos en todos los programas matutinos, abrieron varios telediarios... A pesar de ello, Hernando seguía en esa habitación, nervioso y ansioso, fumando sin parar, esperando a su amante para pasar una tarde de amor entre las acogedoras paredes de aquel viejo hotel, testigo de tantísimas historias...






viernes, 5 de abril de 2013

Café

Relato escrito para Mhanseon.



A Héctor le gusta el café amargo como la vida y negro como la muerte.

Las voces del resto de habitantes de Mhanseon le rodean mientras se dirigen al salón dispuestos a pasar una agradable sobremesa. El aroma del café recién hecho llega hasta Héctor transportándolo, momentáneamente, a su país y a una época más feliz. Todos parecen satisfechos y contentos de estar en la mansión, incluso se diría que son felices a pesar de que un halo de tragedia parece rodearlos a todos.

Liam se pone a su lado, con esa sonrisa entre infantil y arrogante que le caracteriza, golpea su espalda con exagerada campechanía y le murmura algo que Héctor no entiende pero a lo que, igualmente, asiente sonriente mientras Liam lo adelanta.

Es curioso, piensa Héctor, se diría que todos tenemos pasados bastante trágicos, todos menos Liam que no parece haber sufrido auténtico dolor en su vida. Ni ha perdido familia, ni ha perdido amores, ni ha perdido algún miembro como el resto de nosotros. No, él parece vivir en una especie de feliz burbuja en la que sólo hay cabida para los coches, la ginebra y las mujeres. Sin embargo, su mirada tiene algo... Héctor suspira y sonríe, le gusta el muchacho, no puede evitarlo, le gusta su vitalidad, sus ganas de vivir y ese aire romántico que le rodea. Liam, concluye Héctor, es tan energizante como una buena taza de café por la mañana.

Héctor se detiene en la puerta un instante, mientras los demás se van distribuyendo por el salón, cada uno en su lugar favorito, el lugar que, inconscientemente, escogieron el primer día y en el que siguen sentándose día tras día, tal como ocurre en cualquier familia. Por supuesto, él también tiene su lugar preferido, un butacón frente a Benjamín, el sonriente, sabio y sereno Benjamín, tan negro como el café y que despierta en Héctor la misma cálida sensación de estar en el hogar.


Le resulta de lo más peculiar sentirse tan a gusto entre personas que, hasta hacía poco, eran unos completos desconocidos, sobre todo teniendo en cuenta que él no ha sido nunca persona de muchos amigos. En realidad, si se para a pensarlo sólo ha tenido un amigo realmente cercano en toda su vida, un viejo amigo, un amigo con el que compartió infancia, adolescencia y primera juventud.

Envuelto en el aroma del café y arropado por las charlas de los demás, Héctor se sumerge en su pasado y va extrayendo recuerdos de sus travesuras en el colegio, sus juegos, sus castigos, sus tardes de lluvia inventado historias. Recuerdos de sus andanzas de adolescente, sus primer cigarrillo, su primera novia, su primera copa, su primer beso. Recuerdos de su paso a la universidad, del sentirse poderoso y joven, de su primer atisbo de independencia, de su coqueteo con cosas prohibidas. En todos y cada uno de sus recuerdos de aquellos años, se encontraba Néstor, el estilizado, elegante y jovial Néstor.

Akane saca a Héctor de su ensimismamiento al ofrecerle una taza de café, con esa leve y educada reverencia que aún conserva de su educación japonesa. La pequeña y torturada Akane, tan llena de vitalidad y con tanto dolor a cuestas, siempre hacía pensar a Héctor en el café expreso, un café al que se extrae el sabor a base de presión y un intenso calor.

Tras darle las gracias y tomar el primer sorbo de su café, Héctor vuelve a sumirse en los recuerdos. Al llegar a la universidad su sociedad de dos pasó a ser de tres cuando conocieron a la hermosa Helena. Los tres se hicieron inseparables y, dada la mitológica coincidencia de sus nombres, no tardaron en ser conocidos como “los troyanos”. Fueron tiempos felices e irresponsables, tiempos de diversión e irreflexión, tiempos, en fin, de juventud. Tiempos que llegaron a su fin de la manera más inesperada e indeseada.


Una ráfaga de aire frío saca a Héctor de sus pensamientos, Louise ha abierto la puerta del jardín: Esa mujer no puede pasar mucho tiempo lejos de las flores, piensa Héctor, las cuida y las mima como si fueran hijos y tal vez, en cierto sentido, para ella lo sean. Mientras la contempla acariciando una camelia, Héctor piensa que Louise es como el café colombiano: fuerte y amarga.

Amarga como la noche en que Néstor y él se pelearon a causa de Helena. Desde el principio estaba claro que los dos se habían enamorado de ella, ambos lo sabían y nunca habían discutido por ello, con acuerdo tácito se habían limitado a disfrutar de la amistad de la muchacha sin pretender más. Pero el amor, ya se sabe, tiene sus propias reglas y poco importa lo que uno quiera, él hará y deshará a su antojo. Casi sin darse cuenta Helena y Héctor pasaron de amigos a amantes y Néstor se vio relegado a un segundo plano. La noche en que Héctor pidió a Helena que se casaran, Néstor no lo resistió más y dejó salir toda la ira contenida, todo el dolor despechado, toda la rabia escondida y se enfrentó a su amigo. Hubo gritos, insultos, viejas afrentas que salían a la luz; hubo dolor moral y dolor físico, humillaciones y golpes. La amistad de años se rompió en apenas unos minutos.

Victoria le ofrece, amablemente, otro café. La misteriosa, la bella, la inteligente y chispeante Victoria que atrae miradas aunque no quiera, le sirve con exquisita elegancia otra taza del oscuro líquido que él adora y, mientras ella vierte el café Héctor la observa con ojos entrecerrados pensando que, sin la menor duda, Victoria es un afrutado café etíope. Intercambian un par de frases anodinas y luego él vuelve a las aguas profundas de la memoria.


Aquella noche, Néstor se marchó con un rugido y un portazo. No volvió a saber nada de él, al menos no directamente porque Helena mantuvo el contacto con el viejo amigo. Héctor sabía que se escribían y hasta se llamaban en alguna ocasión y, de vez en vez, intentaba reunirlos y que hicieran las paces... Misión imposible, claro, si en algo se parecían ambos hombres era en su endemoniado orgullo.

Sólo la muerte de Helena logró reunirlos de nuevo. Héctor vio a Néstor en el cementerio, ligeramente apartado de todos y, sin pensarlo, se acercó al viejo amigo. Se miraron largamente, ambos con los ojos enrojecidos por el llanto y el rostro demacrado por el dolor: uno hundido por perder a la mujer con la que había compartido la vida, el otro deshecho ante la pérdida de la mujer con la que hubiera deseado pasar los últimos años. No hubo palabras, ni las necesitaban, se abrazaron y lloraron juntos por la misma mujer.

Héctor suspiró, saliendo lentamente de su ensoñación. No recuperaron la amistad que tenían antes, por supuesto, hay cosas que, si se van, no regresan. Ni sus vidas ni ellos eran los mismos pero, al menos, aquellas lágrimas se habían llevado la amargura y la enemistad.

Miró la taza vacía que aún tenía entre sus manos y sonrió al pensar que, durante años, el café había sido su único e incondicional amigo. Luego alzó la vista barriendo el salón con la mirada, la sobremesa seguía igual de animada y Héctor pensó que, quizás podía empezar a llamar a aquellas personas amigos.

En ese momento Benjamín le preguntó en qué pensaba y Héctor, dejando la taza sobre la mesa, se recostó en su butacón y respondió:

-En que no hay nada mejor en esta vida que un buen café compartido con buenos amigos.




Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...