jueves, 20 de septiembre de 2012

Akane

(Relato escrito para Mhanseon)



La gélida tarde en que su madre le contó el temible secreto, Akane anotó en su cuaderno de tapas azules: “Hoy mamá me contó un secreto, un secreto negro, apestoso y amargo. Un secreto que me ha hecho llorar mucho.”


El día siguiente lo pasó Akane debatiendo consigo misma qué hacer con aquel secreto que era demasiado grande para ella. Y anotó en su pequeño cuaderno: “No sé qué hacer con este secreto, me da mucho miedo. Debería contárselo a alguien pero se supone que no debo contar los secretos aunque sean tan feos como este”.


Finalmente, el segundo día tras la confesión materna, trajo a Akane la solución al dilema y así lo anotó en su cuaderno azul: “Ya sé qué hacer con el secreto de mamá. Voy a esconderlo dentro de una historia que sólo se podrá leer ante un espejo. Luego meteré la historia en una botella y le pediré a Katsuo que me lleve a dar un paseo en su barca. Cuando estemos lejos de la costa lanzaré la botella al mar. Así me libraré del secreto de mamá para siempre. De este modo, compartiré el secreto con alguien pero no se lo habré contado a nadie”.


Dos meses más tarde, la madre de Akane, arrastrada por el tifón de una pena incógnita e insondable, danzó sobre sus delicados pies hasta el cercano océano y hundió en él su cuerpo y su tristeza.


Y Akane, igual que hiciera con el secreto materno, tomó su dolor, lo metió en una botella y lo arrojó al mar del olvido.


Esa fue, desde entonces, su manera de enfrentar el dolor: esconderlo, ahogarlo, negarlo como si no existiera, aplastarlo antes de que tuviera tiempo de aflorar. Su jovialidad era el tapón que usaba para mantener dentro de su corazón la tristeza acumulada durante décadas.


Muchos años habían transcurrido desde el suicidio de su madre. Akane pasaba unos meses en Inglaterra, en la casa de un viejo amigo y en compañía de otros escritores. Se encontraba a gusto en el lugar, la mansión era agradable, los otros huéspedes encantadores, el paisaje extraordinario, todo, en fin, ayudaba a hacerla sentir serena y en paz.


Una mañana, paseando por la playa cercana, sintiendo la fría caricia de las olas en sus pies descalzos, Akane descubrió, encallada en la arena, una vieja botella. Otro día cualquiera habría pasado de largo sin mirarla dos veces pero ese día, no, ese día sintió el impulso de acercarse a ella y recogerla.


Dentro de la botella había un mensaje. Akane la abrió y extrajo el papel. Lo desdobló con el corazón redoblando en su pecho, lo leyó con la respiración agitada y, finalmente, se derrumbó en la arena transida de dolor y anegada de recuerdos. Tras años de viajar por el amplio océano, aquella botella había vuelto, increíblemente, a sus manos en un país que distaba miles de kilómetros del suyo.


No  necesitó buscar ningún espejo para saber lo que allí se decía porque lo recordó todo, palabra por palabra.


Y en aquella playa, tan lejos en el tiempo de aquella niña, tan lejos en el espacio de sus recuerdos, Akane, por fin, recordó el temible secreto que su madre le había contado, derramó todas las lágrimas acumuladas y limpió todo el dolor escondido dentro de su corazón.


domingo, 2 de septiembre de 2012

Voces



Me hablan constantemente, sin descanso. No callan nunca, si uno acaba otro comienza, en una cadena infinita y eterna.

Me hablan, me hablan, me hablan... y sus voces llevan tanto tiempo conmigo que he olvidado como suena el silencio.

Me piden, me ruegan, me suplican, me imploran, me reclaman, me solicitan y alguno, incluso, me exige, me demanda y me conmina.

Los hay que murmuran y bisbisean, otros claman y vocean. Unos y otros, otros y unos, me hablan, me hablan y me hablan sin descanso, respiro ni sosiego.

No sabría decir cuánto tiempo he pasado aquí sentado, oyendo sus gritos, susurros y llantos, mucho sin duda, demasiado, eso es seguro. Ni sabría decir, tampoco, el tiempo que ha pasado desde la última vez que presté atención real a alguna de esas voces pero no me equivoco si digo que ha sido considerable.


Uno no puede pasarse la eternidad prestando atención absoluta a las mismas historias una y otra vez por emotivas que sean. Después de los mil primeros años se confunden unas con otras. Cuando ya llevas tres mil acaban pareciéndote una sola historia continuamente repetida. Al llegar a los siete mil todo te parece un runrún sin sentido alguno.

Siguen hablando sin parar. Siguen rogando y suplicando una respuesta, una ayuda, una solución, un milagro.

¡Un milagro! Durante un tiempo quise hacer milagros y darles soluciones pero pronto descubrí que mi poder no llegaba a tanto. Me resulta imposible ofrecerles mi ayuda por mucho que lo desee, muchos se están dando cuenta y comienzan a dejarme en paz pero la mayoría insiste en implorarme soluciones que estoy muy lejos de poder ofrecer.

Sus voces no paran, sus ruegos no se detienen. Me hablan, me piden, me suplican...

Ahora ya no escucho, no atiendo, no me interesa lo que tengan que pedir o decir. Me limito a sentarme aquí contemplando el universo que me rodea y convierto sus voces en un rumor de fondo, algo así como el de las olas en la playa. Un murmullo sordo e interminable que me acompaña permanentemente.



Piden, ruegan, suplican, imploran... hablan, hablan, hablan sin detenerse nunca.

Sospecho que, en el fondo, a ellos les da igual que yo esté o no esté, que les escuche o no les escuche, que les ayude o no les ayude. Ni se darían cuenta si me fuera, es más, creo que muchos piensan que me he ido hace tiempo y, aún así, me siguen hablando.

Si me paro a pensarlo no hay ningún motivo para permanecer aquí, soportando este eterno rumor, esta barahúnda de voces que nunca callan. Nadie me impide irme, nadie me obliga a quedarme. No me necesitan, no me extrañarían si desapareciera, no les importaría que no estuviera.

Sí, podría irme y muchas veces he jugueteado con la idea de hacerlo. Alejarme de ellos, de sus eternos ruegos, de ese clamor infinito. Sí, podría largarme cuando quisiera... pero no quiero.

Me sentiría muy solo en este vastísimo universo.

Además, temo que si me alejo de quienes me crearon acabaré muriendo. Creo que son esas voces, sus voces suplicantes, las que me mantienen con vida y que, sin ellas, dejaría de existir.

Así que aquí sigo y aquí seguiré, escuchándolos mientras me hablan, me hablan, me hablan, por los siglos de los siglos...



Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...